Con ocasión de la COP 20 celebrada en Lima el mes pasado, se presentó un estudio conjunto de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) sobre el impacto económico del cambio climático en el Perú. El estudio concluye que hay una alta probabilidad de que los impactos sean significativos y crecientes en el tiempo, si no se adopta políticas adecuadas. No vamos a cuestionar que el cambio climático sea un problema real, pero creemos que el informe sobreestima gruesamente el costo del mismo.
El estudio comienza proyectando lo que sería el producto bruto interno (PBI) hasta el 2100 si no hubiera cambio climático. Luego repite el ejercicio incorporando el impacto del cambio climático en ocho sectores, que considera los más vulnerables y que en conjunto representan entre 30% y 40% del PBI. En el escenario de mayor aumento en la concentración de gases de efecto invernadero, las pérdidas acumuladas a lo largo de los próximos 90 años (dándoles menor peso a los más alejados en el tiempo) suman 68,500 millones de soles.
Parece una cantidad enorme. Pero más del 60% de esas pérdidas, en cualquiera de los escenarios analizados, se debería a la menor disponibilidad de anchoveta para producir harina de pescado. Esto despierta una interrogante sobre la confiabilidad de los cálculos, puesto que, como el mismo informe admite, “la información sobre las repercusiones del cambio climático en los ecosistemas marinos es escasa” y las evidencias que hay están pobremente documentadas (pág. 90).
Incierto es también el impacto del cambio climático en la infraestructura. La mayor intensidad de las lluvias aumenta los caudales de los ríos, afectando el drenaje de las carreteras e incrementando el costo de mantenimiento. ¿Qué probabilidad hay de que eso ocurra? Los tres escenarios de acumulación de gases de efecto invernadero y los siete modelos de predicción del clima utilizados en el estudio dan un total de 21 combinaciones: en la cuenca del río Rímac, donde está la Carretera Central, los caudales aumentan solamente en 7 y en otras 8 disminuyen; en la del río Urubamba, aumentan en 11 y disminuyen en 6.
Estas incertidumbres parecerían inevitables, dado el estado actual de la ciencia del clima. Pero, de cualquier manera, deberían servir para relativizar las conclusiones. Al margen de eso, el estudio adopta un supuesto simplificador que lleva a una estimación sesgada –más concretamente, a una sobreestimación– de los costos del cambio climático. El supuesto crucial es que “las personas y las instituciones no reaccionan a los cambios del clima, y mantienen su comportamiento habitual” (pág. 43). En este mundo en que vivimos, los agricultores reemplazarán los cultivos menos resistentes a las temperaturas más altas por otros que las resistan mejor; los mineros desarrollarán procesos que utilicen menos agua cuando ésta escasee; los turistas que no puedan ir a Machu Picchu porque las lluvias interrumpieron la vía férrea irán a ver la iglesia de Andahuaylillas. El viejo y nunca bien ponderado método de ensayo y error garantiza que la gente encontrará cómo mitigar el impacto.
Al sobreestimar los costos del cambio climático, corremos el riesgo de gastar miles de millones en tratar de detenerlo, habiendo otras necesidades más urgentes que se podrían atender con esa plata.