Nunca en tan poco tiempo se hizo tanto. Tan mal las cosas. Se decía que Fernando Belaunde era un buen candidato y un mal presidente. Luego, que Valentín Paniagua fue un buen presidente, pero un mal candidato. Pedro Castillo fue un mal candidato –ganó a pesar de él– y es un mal presidente.
Ha pasado medio año y se ha cambiado a dos gabinetes y a muchos ministros. No es obra de ninguna oposición. Es obra, fundamentalmente, de no tener idea y posición sobre casi nada. Las variadas crisis se han originado al interior del Gobierno, con pugnas e intereses de facción, al lado de la inoperancia presidencial.
Las entrevistas que ofreció el presidente Castillo mostraron lo que se sabía e intuía: una persona con serias limitaciones, tremendas falencias y muchas licencias. Se ha repetido hasta el hartazgo que no se llega a la presidencia a aprender. De hecho, siempre se aprende, pero eso es distinto a llegar con solo interrogantes. A la presidencia se llega a dirigir un país, con una idea, no a ser arrastrado por los vientos.
Provenir de un distrito pobre, ser rondero y maestro de escuela rural no son razones suficientes, y menos excusas, para no llevar nada a la presidencia y flamear las limitaciones personales con orgullo. Es decir, apelar al origen es un recurso para lograr empatía con el electorado, no para justificar el desconocimiento y la falta de preparación.
Bajo esta forma de mirarse, la palabra más usada por el presidente Castillo es “pueblo”. Es su referencia permanente, continua. Señala, recurrentemente, que viene del pueblo, habla en nombre del pueblo, conoce las carencias del pueblo y, cuando quiere conocer sobre algo, le pregunta al pueblo. Muchas de las políticas públicas deben estar encaminadas a combatir las necesidades, disminuir la pobreza y, en consecuencia, la desigualdad, pero se gobierna con un plan, una idea, un horizonte con cierta claridad. Recurrir, pues, a la palabra pueblo, como hace el presidente Pedro Castillo, es, en realidad, una abstracción sin contenido. Es un refugio para referirse a todo sin decir nada. El término pueblo es, en pocas palabras, para él y los suyos, una muletilla.
Pedro Castillo se demoró medio año en ofrecer entrevistas. En ese tiempo, no solo eludió a la prensa, sino que, cuando debió pronunciarse, no lo hizo. El silencio fue su mensaje. Así lo hemos visto comportarse en la crisis en el sector Interior, que obligó a la renuncia del hoy exministro Avelino Guillén y a la caída del Gabinete Mirtha Vásquez.
Sin embargo, si bien Pedro Castillo carece de conocimiento, todo parece indicar que también carece de valores. Tanto hablar, como otros políticos, de luchar contra la corrupción para ser elástico y permisivo con ella. En su gobierno se han nombrado no solo a inexpertos y faltos de formación en los altos cargos del Estado, sino también a personajes que transitan en la oscuridad de la ilegalidad y que forman parte de sus redes y entornos. Personajes con creencias y prácticas que parecen un motín a bordo.
Desde la extrema derecha creen que este es un gobierno comunista, que nos conduce hacia Cuba o Venezuela, y desde la extrema izquierda, Perú Libre cree que Castillo dirige un gobierno “caviar”. Sobrevaloran al Gobierno. Es un gobierno sin brújula, sin norte, improvisado, que tiene a la cabeza a un presidente confundido entre ideas y sin entender su responsabilidad, lo que lo ha llevado a quemar, rápidamente, su capital político. Y aquel pueblo, de quien dice hablar en abstracto, puede ser, en concreto, su sepulturero.