Hace un año, la Defensoría del Pueblo publicó un informe sobre la situación de los hospitales públicos a escala nacional. La evaluación de estos establecimientos es fácil de resumir: deplorable. Hacinamiento, falta de equipos, instalaciones inadecuadas. Más del 30% de los 173 hospitales evaluados no tenía siquiera los baños limpios. Un porcentaje similar no tenía servicios de rayos X ni ginecólogos ni laboratorio.
Las personas con dinero que se atienden en clínicas privadas de Lima no pierden mucho tiempo en considerar la situación en la cual sobrellevan sus enfermedades los pobres del Perú, tanto los que peregrinan por los hospitales de Essalud a la espera de una cita o la programación de una cirugía como los que se atienden en los hospitales del ministerio y aguardan días enteros en espantosas salas de espera para recibir un servicio de baja calidad.
Tampoco es un tema que preocupa mucho a los analistas o a los líderes de opinión. Los enfermos que no tienen dinero para curarse no constituyen un grupo especialmente atractivo de votantes ni pueden organizarse para expresar sus reclamos. Se mueren poco a poco o sufren sus enfermedades, en silencio, olvidados por el ‘establishment’ y la gente ‘bien’.
Pese a que existe presupuesto para remediar en parte esta injusticia, el Estado no articula sus esfuerzos de gestión para proporcionar una capa razonable de atención médica a escala nacional. No pudo cumplir el candidato Ollanta Humala su promesa de construir un hospital general en cada provincia y no podrá hacerlo en los meses de gobierno que le quedan por delante como presidente. La inoperancia de las contrapartes regionales no facilita las cosas, además, porque no existen las capacidades técnicas para gastar, o porque sobran las capacidades criollas para robar.
En ese contexto, es una vergüenza que los congresistas hayan enfilado sus cañones cargados de demagogia contra las iniciativas de la hasta ayer ministra Midori de Habich por sacar adelante alianzas público-privadas en su sector. Estamos hablando de esquemas diversos para que la empresa privada le dé una mano al Estado en esta tarea crucial. Sea en la construcción de hospitales, en su equipamiento, en el mantenimiento de sus servicios críticos o en los de soporte. Hay decenas de esquemas posibles y ninguno significa “privatizar la salud”.
La reciente interpelación a De Habich da cuenta del nivel de desconocimiento de los congresistas, del carácter demagógico de sus preguntas y de la poca sensibilidad que tienen hacia la gravedad de esta situación. “¿Cuáles son los márgenes de utilidad que las empresas nacionales o transnacionales obtendrán anualmente por gestión de hospitales?”. “¿Y por cuánto tiempo?”. “¿Por qué el ministerio pone toda la plata y los privados nada?”.
Tal vez los parlamentarios esperan que los privados no ganen nada por hacer su trabajo. Tal vez no entienden que algunos de estos esquemas no implican inversión porque son contratos de mantenimiento, no de edificación o montaje de nuevas instalaciones. Tal vez no quieren entender la diferencia entre activos fijos y gastos corrientes, y que no todos los esquemas que son posibles de implementar implican ambos conceptos.
La ex ministra De Habich tuvo la valentía de plantear una manera de atenuar la enorme deuda social que el Perú tiene con la salud popular. El Congreso podría fiscalizar los contratos específicos si alguna vez resultaran perjudiciales para el Estado. Pero cuestionar esta iniciativa por sí misma, en abstracto, es una mezquindad. Ojalá que, de continuar con esta iniciativa el nuevo ministro, lo dejen trabajar.