Hay una fantasía en la que todos caemos ocasionalmente. Ante problemas sociales complejos –como la pobreza, la discriminación, la desigualdad, etc.– solemos pensar que alguien puede y debe resolverlos. Es una reacción natural que nos ayuda a simplificar y procesar internamente la situación –siempre es más fácil tener a quién responsabilizar–, pero pocas veces nos ayuda a entenderla. Y en este juego de culpas quien aparece como piñata oficial es el Estado.
Pocas veces paramos a preguntarnos qué cosas realmente puede y debe resolver el poder público. Porque la verdad es que, a pesar de las buenas intenciones de un nutrido grupo de gente, el Estado no existe para solucionar todos los problemas de la sociedad. Más bien, debería hacernos temblar la idea de un burócrata que crea que puede moldear la sociedad ideal, tal y como el propio Estado concibe que esta debiera ser.
Desde el lado económico, es indiscutible que políticas públicas equivocadas hicieron un daño enorme al país por décadas. Nos tomó un cuarto de siglo recuperar la riqueza por persona que teníamos en los años setenta. Pero que el Estado tenga un poder destructivo inmediato no significa que tenga también una varita mágica para crear prosperidad. Así como el Congreso no puede erradicar la pobreza simplemente prohibiéndola, los sueldos no pueden subir porque el Ministerio de Trabajo lo decretó –salario mínimo o no–.
La entendible impaciencia de algunos por solucionar los problemas económicos más graves, como la pobreza, hace olvidar que estos son procesos que toman tiempo y esfuerzo. Pero, aunque algunos intenten el atajo o el engaño, no existe una ley o decreto que pueda duplicar en un año la productividad del Perú, que es la causa central de las limitaciones económicas. El Estado, al fin y al cabo, no crea la riqueza a repartir; la crean las personas con su trabajo y las empresas con su inversión, poco a poco, año a año.
En economía, el rol del Estado no es solo de árbitro que garantiza la competencia justa y hace cumplir las normas. También puede ser preparador físico (con inversión en educación, por ejemplo), responsable del terreno de juego (inversión en infraestructura o seguridad) y, para algunos, hasta director técnico que diseña estrategias. Pero el Estado no es el jugador. Quienes pisan la cancha, innovan, se fajan y hacen goles son las personas.
Desde el lado social, el Estado tampoco es un padre de familia responsable de educar a sus dependientes en buenos modales y sanas costumbres. La discriminación no es consecuencia de que alguien no colgó el cartelito que la prohibía en la entrada del aeropuerto (ocasionando su cierre temporal por la Municipalidad del Callao). La envidia y la desigualdad no se derivan de que no tengamos impuestos suficientemente altos, como parece sugerir la OCDE. La soberbia de las clases dirigentes –aunque condenable y catalizadora de las protestas en Chile– no se soluciona con una ley. Las ofensas malintencionadas, incluso si duelen, no siempre ameritan una sanción estatal. Con personas imperfectas tendremos necesariamente sociedades imperfectas. Si bien hay espacio para la educación, los problemas de verdad llegan cuando empezamos a creer que el Estado puede y debe corregir asuntos que son propios de la naturaleza humana en una sociedad libre.
Los efectos de esta fantasía –que el Estado todo lo puede arreglar si tan solo hiciera las cosas bien– no son menores. En primer lugar, porque necesariamente interferirá con la libertad de las personas. En segundo lugar, porque si todo es su responsabilidad, nada le es exigible de manera prioritaria. Identificar qué puede hacer el Estado y qué no es el primer paso para pedirle que rinda cuentas en serio. Y, en tercer lugar, porque cuando cargamos a alguien más con toda la responsabilidad dejamos de exigírnosla a nosotros mismos. A veces el Estado no es el problema, somos nosotros.