Hay muchas razones inteligibles para ser pesimista hoy respecto a los destinos del país, especialmente si nos dejamos abrumar por la coyuntura y sus incesantes bombardas, pero siempre debe haber lugar para una cuota de optimismo, y algunas razones podemos encontrar para tenerla. Muchos de nuestros problemas son de larga data y más difíciles de cambiar, pero hay lugar para ser positivos. Y sin minimizar el daño que este Gobierno viene haciendo al país.
Flota en la atmósfera una sensación negativa, ciertamente. Un 91% de encuestados creía en julio de este año que las cosas iban por el camino equivocado, el número más alto y muy por encima del promedio (65%) entre más de 25 países en la muestra. Otra encuesta también de El Comercio-Ipsos y del mismo mes mostraba que un 67% de personas sentía que el país estaba retrocediendo, un resultado que no se registraba desde hace unos 30 años.
Lo que me lleva precisamente al primer (y triste) consuelo. Hemos estado peor que hoy, y no hace tanto. A puertas de ser un Estado fallido, con la hiperinflación fuera de control, el aparato productivo en muletas y la violencia terrorista de Sendero Luminoso asediando la capital luego de una campaña sanguinaria por varios departamentos del país, el escenario hoy es muy distinto a lo que vivimos hacia finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Sí, hay una cleptocracia enquistada en el poder, desandando lo poco que se avanzó en algunas reformas y copando instituciones del Estado con la complicidad como todo criterio de reclutamiento. Y aunque nos va a costar recuperar el tiempo perdido, no creo que haya punto de comparación con el nivel de destrucción que tuvimos hace unas pocas décadas.
Y, en segundo lugar, con ese precedente, también queda claro que aun peor podemos estar. Hemos sido relativamente afortunados en que la banda en el poder llegó sin mucha experiencia y capacidad, la mínima necesaria para poder construir una defensa en el Congreso que le ha permitido sobrevivir más allá del cúmulo de evidencias que se producen cada día. Un poco más de radicalismo o de planificación y la cosa, ahí sí, podría ponerse de color verde. Es cuestión de fijarse quién anda por las calles amenazando con movilizar medio millón de reservistas, nada más.
Pero volvamos a eso del optimismo, que fue lo que prometí. Dentro de todo, termina siendo cuestión de voluntad, y no de causas inmutables en el tiempo. Nada está determinado o escrito en piedra, ni existe una característica esencial que nos haga inmunes al desarrollo y la estabilidad. Sí, lo decía muy bien el domingo Mauricio Zavaleta, es cierto que no hay un semillero de políticos con un sistema de incentivos distinto al actual esperando su cambio para entrar a la cancha. Pero tampoco debería ser utópico soñar con algo diferente, aunque no venga mañana. Que al menos nos permita escapar del espiral destructivo en el que nos encontramos atascados y podamos retomar una senda de desarrollo institucional no elevado, pero al menos funcional.
Nos queda la esperanza en políticos y ciudadanos con algo de virtud (lo decía este martes Martín Tanaka). Sin eso, es difícil pensar en una salida que nos permita enderezar el rumbo, porque no hay sistema político ni Constitución que cubra esa ausencia. Un compromiso con reglas de juego democráticas, con la alternancia, y no con juego al límite que estamos presenciando hace más de un lustro. “¿Es que no hay virtud entre nosotros?” se preguntaba James Madison en 1788. “Porque si no la hay, estamos en el hoyo”.