Cada cinco años los peruanos somos testigos de un desfile de candidatos. En esta campaña, entre jaloneos y tropezones, ninguno ha logrado una ventaja sólida: el pequeño líder del grupo es favorecido por apenas uno de cada ocho votantes, y el resto no llega al 8%. La distribución de preferencias en el Congreso es similar. En parte, los porcentajes son bajos porque hay 18 postulantes a presidente y más de 2.500 candidatos a parlamentario. Más allá de los egos personales, ¿qué se disputan estas personas en realidad? ¿Cuál es el poder al que aspiran?
El Estado no siempre ha sido lo que es hoy. Durante buena parte de la historia, tuvo más bien una presencia limitada. No fue sino hasta entrado el siglo XX que empieza a ganar protagonismo directo en la vida cotidiana de la mayoría de la población, en línea con la expansión de la cobertura de caminos, educación, salud y otros servicios básicos. Desde entonces, el poder del Estado ha crecido de manera caótica y desbalanceada. A riesgo de simplificar demasiado, hay dos maneras de evaluar esta huella del sector público, y por tanto lo que podrían heredar los nuevos aspirantes al poder político.
La primera es el peso del Estado como proporción de todos los ingresos nacionales. A inicios del siglo XX, la presión tributaria (lo que se recauda en impuestos como porcentaje del PBI) era de aproximadamente 4%. En los últimos años esta cifra ha sido de cerca de 14%. Con un presupuesto público que este año llega casi a los S/200 mil millones, el poder que otorga de asignar ese monto entre ministerios, proyectos, municipios, entre otros, es enorme.
Algunos candidatos proponen aumentar su poder y subir esta cifra para llegar a que el Estado disponga de casi un quinto del PBI. Si bien la presión tributaria aún es baja, lo cierto es que cualquier incremento de impuestos viene a un costo. Como mínimo, cada sol adicional que va al presupuesto público es un sol que deja de tener a disposición una familia o una empresa para gastar o invertir. En caso se diseñen mal los impuestos, habrá menos incentivos para trabajar y producir entre los pocos que ya aportan, reduciendo el tamaño de la torta para todos. Lógicamente, la única manera de mejorar los ingresos del Estado y al mismo tiempo el de las familias es hacer la torta más grande con crecimiento económico sostenido. A este último punto, no obstante, se le ha prestado poca atención durante la campaña.
El gasto estatal no es la única huella de poder público. El Estado también hace sentir su presencia con normas, regulaciones y sanciones. En este punto hay que tener especial atención. Si ningún candidato o partido le despierta especial confianza en estas elecciones, y quisiera usted, estimado lector, protegerse de los eventuales exabruptos y traspiés de las autoridades inevitablemente elegidas, limitar el poder público es clave. Las constituciones, de hecho, no fueron tanto concebidas para expandir el rol del Estado, como pretenden hoy algunos, sino para confinarlo, y al mismo tiempo garantizar derechos y libertades sociales, políticas y económicas a los ciudadanos. El tener un Estado que se inserta en cada aspecto de la vida cotidiana puede ser bienvenido cuando uno comparte la misma posición política del poder de turno, pero es mucho menos agradable cuando ese mismo poder, ya expandido, cambia de manos.
El Estado tiene mucho espacio para ganar fuerza en roles que le competen –salud, seguridad, justicia, etc.–. Al mismo tiempo, no obstante, las nuevas autoridades políticas deberían entenderse menos como grandes padres proveedores y fiscalizadores, y más como humildes garantes de derechos y de libertades ciudadanas. Si ese fuese el caso, quizá no tendríamos a tantos compitiendo por el mismo puesto.