Solemos pensar que cuantos más competidores haya, más competitivo será el mercado y más barato el producto para el consumidor. Dos empresas pueden convivir haciéndose apenas cosquillas. Con una tercera empresa tratando de hacerse un lugar, habrá más competencia; con una cuarta, mucho más; y así sucesivamente.
Hubo una época en la que esta visión dominaba el análisis del comportamiento de las empresas (una rama de la economía que los americanos llaman organización industrial, y los ingleses, con más estilo, economía industrial). La “estructura” del mercado determinaba la conducta empresarial, y ésta, a su vez, la cantidad vendida y el precio del producto, de los que depende el bienestar general.
Todavía se puede sentir el olor de esa doctrina en los proyectos de ley de control de fusiones que de tanto en tanto llegan al congreso. Pero sus fundamentos comenzaron a descomponerse en los años ’70 del siglo pasado gracias al trabajo de algunos economistas como William Baumol, un profesor de las Universidades de Princeton y de Nueva York que ha muerto la semana pasada.
Entre sus múltiples contribuciones, Baumol fue el creador de la idea de los “mercados disputables” (contestable markets). El hecho de que haya solamente una o dos o tres empresas en el mercado no significa que éste sea poco competitivo. El número no determina la especie, como decían los filósofos medievales. Las condiciones de entrada y salida del mercado son tan o más importantes. La posibilidad de que un nuevo competidor incursione en cualquier momento en el mercado sirve para disciplinar a las empresas establecidas, forzándolas a bajar sus precios.
Dos cosas se necesitan para que la amenaza sea creíble. Primero, no debe haber barreras de entrada. Los trámites engorrosos, los permisos y licencias y otros requisitos que dificultan el acceso al mercado favorecen a las empresas establecidas. Ningún monopolio es más seguro que aquel sancionado por la ley. Lo segundo que se necesita es que un eventual competidor, luego de disciplinar a los grandes, pueda salir rápidamente del mercado y sin sufrir mayores pérdidas. Esto ocurre cuando no hay costos hundidos, o sea, inversiones que no se pueden recuperar o que no tienen usos alternativos. Si hay que hacer una gran campaña publicitaria, digamos, que no tiene ninguna utilidad a la hora que uno sale del mercado, no estamos frente a un mercado disputable. Hay que pensarlo dos veces antes de arriesgarse a entrar.
Esta última condición parecería limitar considerablemente la relevancia práctica del concepto. Pero quizás sea más bien al revés. Los costos hundidos son un riesgo calculado (o, por lo menos, calculable). Vemos plantas abandonadas por aquí y por allá, pero eso no impide que surjan nuevos competidores en toda clase de actividad. Muchos son capaces de resistir la reacción de las empresas establecidas el tiempo suficiente para recuperar su inversión.
Lo cual apunta a una deficiencia más seria del viejo paradigma de estructura, conducta y performance. La estructura del mercado –el número y el tamaño relativo de las empresas que operan en él– no aparece de la nada, sino como resultado del proceso competitivo. Las más eficientes tienden a ser más grandes y también más rentables; pero no porque su tamaño les permita esquilmar al consumidor, sino justamente por ser más eficientes.