“Lo importante en un vestido es la mujer que lo viste” comentaba el diseñador Yves Saint-Laurent, responsable de varias tendencias que cambiaron el mundo de la moda. Entre ellas –y en forma coherente con la cita que abre este artículo– destacan las transparencias. Ropas traslúcidas que, por su estilo atrevido y sexy, han capturado la atención de miles de personas desde los años 60 hasta hoy.
La transparencia estatal, en cambio, no es tan sexy. Nadie la aplaude, pocos la reclaman. Lima aprueba mayoritariamente a un alcalde que se ha caracterizado por la opacidad en su gestión. ¿Quién quiere conocer a quién le compró computadoras un ministerio o el Congreso? ¿A quién le importa la cantidad de inspecciones en defensa civil que hizo la Municipalidad de Miraflores? ¿Qué importancia tiene saber cómo fueron los procesos en los que Odebrecht ganó millonarias obras de infraestructura?
Esperen. Son preguntas bien importantes, ¿no? Y aun así, el tema de la transparencia es constantemente soslayado. ¿Por qué? Tengo algunas hipótesis.
La primera es que la gente quiere comer salchichas y no enterarse de cómo se mata al chancho. Queremos saber si hubo corrupción en el Ministerio de Educación o en el Congreso, si la municipalidad fue negligente en el incendio de Larcomar, a quiénes les rompió la mano Odebrecht. Pero nos da flojera hacer (o siquiera conocer) el trabajo previo de analizar una gran cantidad de información que debería ser pública, y a partir de ella detectar las grandes falencias –cuando no delitos– de nuestros representantes en el Estado.
Por eso mismo, los políticos suelen menospreciar la transparencia. No les gana portadas de diarios ni entrevistas en televisión. Tampoco sube su aprobación en las encuestas. Seamos realistas: Frases como “Odebrecht nunca más contratará con el Estado” y “El Estado despedirá a los condenados por corrupción” (salidas de conferencias de prensa postsesión del Consejo de Ministros) son más marketeras que “El gobierno impulsará la transparencia en la función pública”.
Y le podríamos sumar una tercera razón. Ser transparente es riesgoso. Es exponerse a preguntas, investigaciones, denuncias. Lo bonito de las prendas transparentes es que se ve lo de adentro. Y lo feo también. En un Estado acostumbrado a la oscuridad, al mercantilismo, a regular sin pensar en los efectos, a crear obligaciones y no fiscalizarlas, a la corrupción y un largo etcétera, la transparencia asusta.
Pero así, fea y antisexy, la transparencia estatal es vital, y si no se hace algo para recuperarla y garantizarla, corremos el riesgo de caer en un hoyo de oscuridad del que difícilmente saldremos en corto tiempo.
La transparencia no funciona en el país porque nadie la fiscaliza. Nadie obliga a las entidades públicas a llevar y trabajar estadística sobre sus funciones. Nadie sanciona al funcionario que decide no responder a los requerimientos de información. Y parte de esto se solucionaría con la creación de la Autoridad Nacional para la Transparencia.
El Ejecutivo cuenta con facultades expresas para legislar en la materia. Tiene un proyecto legislativo elaborado por una comisión ad hoc que, en la parte de transparencia –salvo un poco de exceso burocrático e injustificadas limitaciones a quienes pueden ser funcionarios–, es positivo (en la parte de protección de datos personales, en cambio, es muy malo, al desaprovechar la oportunidad para derogar gran parte de tramitología y regulaciones absurdas en pleno siglo XXI, pero eso es materia de otro comentario). Pero aún no aprieta el gatillo. Hasta el día en que se escribe este artículo, aún no promulga el decreto legislativo respectivo.
Si este gobierno en verdad quiere apostar por modernizar al Perú, es hora de que apueste por la transparencia. Para saber qué se tiene que cambiar, hay que verlo, aunque sea feo y antisexy.