Siempre he juzgado con sospecha esos anuncios escatológicos del tipo “ha llegado la hora”. Me parece que los pronuncia la gente que quiere hacerse la importante. “Este es el momento de invertir en nuestros niños”; o “jamás como ahora el país necesita una política forestal”. O cosas por el estilo.
Es una manera cursi de describir un momento que se juzga decisivo y anticipar la gravedad de la admonición que está a punto de proferirse.
Pero salvo en situaciones extremas, como en una guerra total o un desastre devastador, la verdad es que no hay razón para pensar que en un particular instante de la historia haya llegado la hora suprema y última de algo en particular.
La cosa se pone aún más ‘thriller’ cuando estas invocaciones se emparejan con llamados a la acción perfectamente gaseosos e inasibles. Por ejemplo, “ha llegado el momento de hacer un pacto social contra la impunidad”. Macanuda la idea, pero ¿por qué no es mejor hacerlo el próximo año? Y más importante aún, ¿cómo diablos firmamos ese pacto? Quiero decir, ¿quién va a poner los lapiceros?
Todo el rollo anterior viene a cuento a propósito de la pestilencia que las constructoras brasileñas han sembrado en Latinoamérica con dedicación y esmero. Claro que es gravísimo. Esas empresas tienen que salir del Perú, pagar por sus delitos y los implicados deben ser juzgados y sancionados. No podemos permitir la impunidad.
Sin embargo, este trauma va a pasar y nos lo vamos a encajar tarde o temprano. Imperfectamente, porque no todos irán a la cárcel ni saldrán a la luz todas las cochinadas. Algunos procesos e instituciones, ojalá, saldrán fortalecidos y otros no estarán a la altura. De toda esta mugre nos quedarán lecciones y, con algo de suerte, el país mejorará.
Pero tampoco es que el Perú está al borde del abismo. No, ciertamente, para exhibirse con anuncios sobre la refundación de la república, la muerte de las ideologías y la transformación de todo lo conocido.
El problema con esas profecías milenaristas es que no sirven de mucho. Las convocatorias universales a que la sociedad civil se una para salvar al Perú desvían la atención y resultan imprácticas. La gente tiene que regar su jardín, cuidar a sus hijos e ir a trabajar. No tienen tiempo ni manera de ser protagonistas de un movimiento iluminado de transformación nacional en la hora presente.
Ya tenemos un sistema para agregar nuestras preferencias que se llama democracia. Y una organización para dividir responsabilidades para la investigación y juzgamiento de los malos peruanos. No funcionan muy bien, lamentablemente. Pero es lo que hay.
Toca contribuir a la tarea de mejorar esas instituciones con propuestas concretas sobre sus métodos. Hay que señalar con energía sus desviaciones. Hay que denunciar los casos en donde malas autoridades no están haciendo su trabajo.
Es una tarea de detalle y fatigosa. Mucho más difícil que hacer llamamientos vaporosos a suscribir contratos sociales o idear revoluciones de escritorio. Pero es la única forma de mejorar.
Si la historia sirve para aprender algo, lo cierto es que este sapo de Odebrecht nos lo vamos a tragar de alguna manera. Sin necesidad de convocar a los peruanos de buena voluntad a reinstalar una sociedad justa y sana, donde los niños no tengan caries y todos los ancianos sonrían en sus últimos años.
En otras palabras, ha llegado la hora de trabajar en el plano de lo realmente posible y dejar de creerse Francis Fukuyama. Jamás como hoy la patria lo demanda de sus mejores hijos.