O también puede ser “la conservadora ingenua”. O “el derechista ingenuo”. O “la izquierdista ingenua”. El título puede cambiar. La idea es la misma.
¿Cuándo el diálogo es fructífero? ¿Y cuándo es una pérdida de tiempo?
¿Usted, querido lector, conversaría con alguien del Movadef que justifique los horrendos crímenes del terrorismo bajo la idea de la lucha de clases? ¿Y con una persona conservadora que cree que el homosexualismo es una enfermedad que debe exterminarse? ¿Y con un fujimorista duro que crea que las violaciones de los derechos humanos (i.e., La Cantuta y Barrios Altos) eran necesarias para lograr la ‘pacificación’ del país?
En los tres casos creo que el diálogo sirve, por más que las tres opiniones antes señaladas me parecen execrables, en distinta intensidad. Precisamente, el diálogo me puede ayudar a demostrarlo y convencer a alguno de esos tres interlocutores de que en ningún caso la violación de estos derechos es válida. Y aun si no logro tal cometido, quizá el intercambio de opiniones me ayude a mejorar mis ideas o a advertir nuevos argumentos que antes permanecían ocultos a mi vista.
Conversar. Aprender. Convencer o ser convencido. Ayudar a que las mejores ideas prevalezcan. Esas son las ventajas del diálogo. El fundamento del mercado de ideas al que se refería John Stuart Mill.
Y, bajo esa premisa, comparto el llamado a la tolerancia de mi amigo Diego Macera, hace unos días en estas páginas.
Me preocupa, sin embargo, pasar de la tolerancia a la ingenuidad. Y esto no ocurre (solamente) cuando toleramos a los intolerantes, como planteaba Diego usando el ejemplo del Movadef –de hecho, entre los mismos ejemplos que Diego proponía, estaba el de los seguidores de Con mis Hijos no te Metas, quienes exhiben constantemente su intolerancia hacia la población LGTBI–. También ocurre cuando las falsedades se camuflan como ‘opiniones’. Hay, pues, más de una forma de ser democráticamente bobo.
Actualmente, la falsedad consciente es tanto o más peligrosa que la intolerancia. La alimenta y la expande. Puedo entender que un padre no quiera que un maestro le hable sobre sexualidad y género a sus hijos. Admito esa opinión discordante, sin compartirla. Pero la conversación cambia cuando alguien afirma que un currículo escolar ‘homosexualiza’ a un niño. Eso es imposible. Sencillamente, una mentira. Quizá por desconocimiento o temor, alguien crea eso. Y valga el diálogo, entonces, para darles información. Pero no es el caso de aquellos fanáticos que no quieren oír la evidencia y, peor aun, difunden dolosamente información equivocada.
La falsedad les sirve para encubrir su intolerancia. No es que odien a los homosexuales, “solo no quieren que se metan con sus hijos”. No es que Trump o Belmont odien a los inmigrantes, “solo quieren protegernos de la invasión inmigrante”. Por esa razón, es que las fake news tienen mayor calado en los discursos radicales. Y por eso representan el principal peligro del mundo contemporáneo para los medios periodísticos en su misión de la búsqueda de la verdad (aunque eso será tema de otra columna).
Es la trampa perfecta del radicalismo antidemocrático. Utilizan la libertad de expresión para difundir embustes. Y cuando se les descubre y expone, se victimizan escudándose en una supuesta (in)tolerancia.
Me reafirmo en defender la libertad de opinión, por más absurda que sea la opinión. Y también en buscar un debate honesto con aquellos que exponen transparentemente sus ideas. Pero quienes esconden sus sentimientos y opiniones en un disfraz de mentiras se convierten en los enemigos del diálogo y la democracia. Y con los mentirosos, la tolerancia me alcanza apenas para decirles sus verdades.