Cuando escapó de Austria ante su inminente anexión con la Alemania nazi en 1938, Karl Popper se asentó en Nueva Zelanda a reflexionar sobre lo que estaba sucediendo: ¿Cómo podía una sociedad libre y democrática defenderse legítimamente de los totalitarios? Entonces advirtió que “la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”.
Hay, pues, argumentos suficientes para ser escéptico de extender demasiada cortesía a quienes no respetan mínimamente las reglas del juego democrático. En el plano local, los obstáculos que se le deben imponer al Movadef y sus ideas son un buen ejemplo de ello.
Pero algunos que se autoidentifican como liberales o tolerantes quizá han ido –en los últimos años– un poco más allá de lo que aconsejaba Popper. Acallar y deslegitimar a los que piensan distinto en nombre de la tolerancia y la moral es una paradoja curiosa.
Sucede con la plataforma “Con mis hijos no te metas”. No sorprende la intolerancia de quienes apoyan este movimiento, pero sí llaman la atención las descalificaciones que quienes nos oponemos a la plataforma –usualmente liberales– utilizamos para referirnos a los que simpatizan con ella. Quizá sea más fácil cambiar opiniones y formar empatía y respeto por las diferencias con los que piensan distinto si no se les vocifera “homofóbico” e “ignorante” a cada chance que hay; todo en nombre de la tolerancia.
Sucede con la discusión sobre cuotas de género (como, por ejemplo, el pedido para que haya igual número de hombres y mujeres en el Congreso), o incluso en el marco de #MeToo. En los círculos más cultivados y liberales del país, el espacio para discrepar públicamente del canon políticamente correcto –aún si es de manera argumentada y con evidencia– es muy reducido. Automáticamente el transgresor se convierte en un machista o misógino, sin beneficio de la duda.
En un campo un tanto distinto, sucede también con el ambiente de crispación política actual. Para demasiados liberales, es inconcebible que alguien pueda, por ejemplo, no ser fujimorista y a la vez pensar que la prisión preventiva contra Keiko Fujimori es excesiva. La tolerancia no da para tanto. Peor aún, para los fujimoristas declarados, solo quedaría el oprobio. No es que desde la trinchera naranja sobren la tolerancia y el espíritu de diálogo, pero tampoco son banderas que ellos suelan reclamar como suyas.
Cuando se pierde la presunción de buena fe de parte del oponente ideológico, cuando pensamos que solo los motiva el odio, el privilegio o la ignorancia, ya no hay nada más por discutir. Nuestro interlocutor pasó de ser una persona con la que discrepamos –pero con la que quizá sería posible encontrar puntos en común si nos esforzamos–, a ser simplemente un idiota o un desalmado.
Por supuesto, una cosa es usar el poder del Estado para acallar el disenso y otra cosa es la sanción social y pública del disidente. No son instrumentos equiparables. En el segundo caso, sin embargo, también se desalienta el debate público honesto: no todos desean exponerse al apanado y adjetivos calificativos que salen de algunos liberales en nombre de la tolerancia y la justicia.
Disipado el humo de la moralina, lo que queda al final para los liberales es una lección de humildad. El discurso político se construye escuchando sinceramente las ideas del resto, no apabullándolas. ¿No era precisamente eso lo que defienden los liberales y los tolerantes?