El partido de hoy es el de siempre pero a la enésima potencia. Lo real versus la especulación, las evidencias contra las pasiones, lo concreto frente a lo alucinado. Y hay un equipo que está perdiendo por goleada. Mencionemos un par de anotaciones del otro bando ocurridas esta semana: desde la “traición” del periodista deportivo linchado por tuitear que se venía una primicia hasta el arzobispo que asegura que una ideología que no existe es la culpable de las violaciones que son el pan nuestro de cada día en el Perú. La promesa de la era de la información se ha transformado en una distopía de la desinformación, en donde no gana el que tiene la verdad, sino el que impone su relato, es decir, el que viraliza mejor su meme.
Cuando Richard Dawkins inventó la palabreja en 1976, ‘meme’ no significaba ‘chiste de Internet’. Dawkins, biólogo, hizo un juego de palabras entre “meme” y “gen” (pronunciados “mim” y “yin”, en inglés). Así como un gen es la unidad mínima de información biológica transmisible, un meme sería la unidad mínima de información cultural transmisible. Ciertas ideas, símbolos o prácticas culturales, observó Dawkins, se comportan como un virus: nacen, crecen, se autorreplican, mutan si el entorno se los exige y pueden volverse verdaderas epidemias. De aquí surge la idea de ‘viralización’, término que hoy se utiliza para medir la efectividad de un meme.
Antes, el mercado de las ideas estaba restringido a aquellos que tenían los medios de producción y difusión, es decir, grupos de poder con la capacidad de poseer o influir en diarios, radios o televisores. Solo las ideas realmente revolucionarias –el cristianismo o el comunismo, por ejemplo– tenían el potencial de masificarse desde abajo y, sobre todo, perdurar. Según Dawkins, no es casualidad que los memes más exitosos –y a la vez con más mutaciones– pertenezcan a la religión y la política (sigamos con los ejemplos anteriores). Nada más exitoso que una idea que te ordena el mundo.
El problema de creer en una idea que ordena el mundo es que esto choca frontalmente con los que creen en un orden distinto. Dos órdenes es un desorden. Un orden, para serlo, debe ser excluyente de otro. Esto explica la polarización de absolutamente todos los aspectos de nuestras vidas en estos días. Las redes sociales le dieron la capacidad, a todo el mundo, de ser, digamos, Jesús o Marx, al menos durante 15 minutos, o lo que dure su meme.
En la práctica todo esto ha desatado una gran ola de conservadurismo y resurgimiento del fascismo en todo el mundo, aupados sobre medias verdades y distorsiones absolutas de conceptos antes inocuos (‘género’, por mencionar el ejemplo más patente). En teoría, la primera barrera de contención debería ser el periodismo, oficio que presupone la idea de que la veracidad es un requisito mínimo para la difusión de cualquier mensaje. Pero un vistazo al Twitter de muchos periodistas locales nos muestra más a líderes de barras bravas (hinchas de un orden determinado) que a gente intentando guiar una discusión razonable. Hace rato que es hora de repensar el oficio, o la goleada no solo será histórica, sino eliminatoria.