Buscando un documento en mi biblioteca, encontré un ejemplar olvidado y agujereado de “La promesa de la vida peruana”, quizá el ensayo más divulgado de Jorge Basadre. Se publicó en 1943, pero el mío era de una edición popular, editado en 1984 y obsequiado por una revista. Evidentemente, para seis gusanos de polilla, el material había resultado apetitoso, pues lo habían corrido de carátula a contracarátula, dejando polvo y seis pequeños túneles que atravesaban el libro entero, aunque, felizmente, no impedían la lectura. Me intrigó el descubrimiento. A la luz del devenir político y económico, ¿sería que el mensaje positivo de Basadre –que la vida de la nación peruana, si bien un “problema”, era también una posibilidad, incluso una “promesa”– se encontraba igualmente hecho polvo?
Antes de ensayar una respuesta, cabría aclarar que el optimismo de Basadre no lo descalifica como denunciante. Pese a lo corto del ensayo, no faltó espacio para un catálogo de acusaciones a sus compatriotas, de ser podridos, congelados, incendiados, de expresarse con voces de ira y desengaño, recitaciones vacías, loas serviles y alardes mentidos, y de ser propensos al encumbramiento injusto, pecado impune, arbitrariedad cínica y oportunidad malgastada. Ni Manuel González Prada fue más demoledor.
La promesa de Basadre, entonces, ¿era un optimismo vacío? ¿Una afirmación de fe ante la recatafila de autogoles anotados durante siglo y medio de vida de República Peruana, detallados por el propio autor? Más que explicación de historiador, uno parece estar escuchando al entrenador de un equipo que va perdiendo por cinco goles en contra y que grita a sus jugadores: “Sí podemos, c...”. Ciertamente, Basadre cita algunos hechos positivos, incluida la perdurabilidad, pese a todo, de la república, riquezas geográficas y “una marea ascendente de las clases medias y populares”, pero son frases que suenan más a gesto esperanzado que al ponderado balance de un académico. Cuando afirma que en el Perú de 1930 “madura un elemento psicológico sutil que puede ser llamado la promesa”, impulsado por “la angustia metafísica” de vivir libres, queda claro que la promesa es un salto desde la esfera de los hechos a la esfera del espíritu.
La promesa empieza a tomar cuerpo cuando Basadre identifica algunos debates y retos para su cumplimiento. El más acalorado, seguramente, es el dilema libertad-autoridad y Basadre critica imparcialmente tanto el exagerado individualismo de los liberales como la carencia de fe en el país de los conservadores. Otro debate concierne el papel del Estado para liderar el progreso material, y Basadre, socialista declarado, se limita a la sensata recomendación de cuidar que el avance sea balanceado entre Estado y capital privado. En cuanto a la necesidad de mejorar el nivel de vida de la población, el historiador critica la exagerada preocupación por la desigualdad y las condiciones de vida, como salud, empleo y cultura propia, al señalar que “nuestro problema no es solo de reparto; es también de aumento”. O sea, productividad.
¿Es la vida un viaje para llegar a un puerto donde toda necesidad, todo conflicto, se encuentre resuelto? ¿Fin de la historia? Hace pocos años creíamos que los países desarrollados habían alcanzado ese puerto de felicidad. Hoy la mayoría lucha por resolver nuevos conflictos y nuevas carencias, y sus respectivas “promesas” yacen más agujereadas que mi ejemplar de Basadre.
En mi opinión, la palabra no es ‘fracaso’. Vivir es reto permanente y cambiante. Nunca faltarán decepciones y retrocesos y los avances son relativos, pues la libertad de uno exige limitar la libertad de otro. Según Basadre, la promesa no se define por las metas de un viaje terrenal sino por el espíritu de afirmación nacional que lo impulsa. “El hombre necesita tener un ideal que perseguir, una esperanza que realizar”.