La carrera de Economía no existía en el Perú cuando yo estudiaba en una universidad de Escocia, hace varias décadas. Mi objetivo era un título de auditor, pero me sedujo la vocación académica y decidí estudiar Economía. Desde Lima mis padres dijeron: “Es tu vida, hijo, pero qué pena porque esa profesión de economista no existe en el Perú. Vivirás en el extranjero y no te veremos más”.
Por suerte, no se cumplió el vaticinio. Sin embargo, cuando entré a trabajar en el Banco Central de Reserva del Perú (BCR), era el único funcionario con estudios de posgrado en Economía. El decano de la entonces Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Administrativas de la PUCP era un abogado y me pidió modernizar el plan de estudios de Economía, pero no había quien enseñara las nuevas materias, que al final se lanzaron con profesores chilenos, holandeses y estadounidenses. En el BCR, nos apoyó la Fundación Ford con becas y un profesor extranjero para dictar el curso de verano. En la recién creada Universidad del Pacífico los cursos de Economía eran dictados por docentes que carecían de formación profesional en la materia.
Desde ese frágil inicio, la oferta y la demanda de economistas han crecido sin parar. Inicialmente, el camino obligado era un posgrado en el extranjero, pero la enseñanza local fue mejorando, primero en la PUCP y en la Pacífico, y luego en otras universidades. Si bien pocas empresas contrataban economistas para las decisiones diarias de negocio, se estableció como práctica obligada la consulta a la imaginada clarividencia científica de ese profesional, práctica alimentada por la extrema inestabilidad económica de las últimas décadas.
Para los negocios, se formaron empresas consultoras como Apoyo y Macroconsult, y en el ámbito académico, se crearon el Grupo de Análisis para el Desarrollo (Grade) y el Consorcio de Investigación Económica y Social (CIES). A la vez, el debate político se volvió más y más económico, nutrido de estadísticas y referencias a las experiencias de otros países, publicitando así el papel social del economista y dotándolo de un aura de liderazgo moderno, a la vez político y práctico.
Me sorprendió entonces el comentario del decano de una universidad provincial cuando pregunté si seguía aumentando la matrícula para la carrera de economista. Negando con la cabeza, dijo que los padres desalentaban esa opción porque no percibían oportunidades de trabajo. Luego, con la ayuda de Google, di un salto desde esa provincia hasta la cima de la profesión, en que cuatro destacados economistas –incluidos dos premios Nobel– se reunían para debatir el futuro de la ciencia económica. Confesando su propio fracaso para prever y prevenir la crisis financiera mundial, opinaron que el modelo ortodoxo de economía se ha vuelto más un culto que una ciencia, y que hacía falta multiplicar la creatividad científica y prestar más atención a temas como la desigualdad, la felicidad, las instituciones, la cultura y el poder.
Más radical han sido los estudiantes de Economía. Protestando contra el evidente fracaso de la disciplina, se asociaron espontáneamente en cuatro continentes, con estudiantes de prestigiosas universidades de Londres, París, Nueva York y Boston. Con apoyo de la Fundación Soros, han impuesto un nuevo plan de estudios, con menos teoría, con más historia y más reconocimiento de la diversidad del mundo y de los valores humanos. El tiempo dirá si se trata de una mera corrección de camino o del inicio de una gran transformación de la llamada ciencia económica.