Winston Ezequiel Manrique Canales. 43 años. 1 metro 70. Vive en La Victoria. La primera vez que lo vi me esperaba en la puerta de RPP. Quería hablar conmigo. Hacía tres días que me esperaba desde las 5 a.m. “Parece un tipo raro”, me dijeron los de seguridad. Salí a ver qué necesitaba. Supuse que era uno de los tantos oyentes que a veces nos buscan personalmente para contarnos sus problemas.
Tenía una mirada hosca, perdida. Parecía molesto. “Usted me ha estado llamando. Me ha dicho que venga. Todas las mañanas me llama por la televisión”. Mi primera reacción fue de pena. Frente a mí, un hombre joven y aparentemente sano, daba cuenta de uno de los peores males que puede padecer un ser humano: demencia, locura, esquizofrenia, pónganle el nombre que quieran. Pero lo cierto es que Winston Ezequiel Manrique Canales había creado una historia en su cabeza que para el mundo entero es una fantasía y para él una realidad: que yo era su esposa y lo llamaba todas las mañanas por las ondas satelitales de la televisión (sic). Lo traté con amabilidad, le dije que estaba confundido y creí despedirme de él. Y digo creí, porque desde octubre del año pasado arrancó una historia que tiene un principio, pero no sé si tenga un final (feliz).
Winston Ezequiel Manrique Canales, 43 años, 1 metro 70 de estatura, ya no me espera afuera de la radio. Ahora viene a mi casa. Se para en la calle. Toca el timbre a cualquier hora. Grita que es mi marido. Que yo lo he llamado por las ondas satelitales. Que yo soy la que lo acosa. Pelea con el guachimán. Pelea con los vecinos. Pelea con el serenazgo. Pelea con la policía. Y siempre vuelve. Con la mirada cada vez más hosca. Con el ceño más fruncido. Con la mente más revuelta. A la periodista Jessica Tapia la persiguió durante más de un año y el problema solo terminó cuando ella se fue a vivir a Estados Unidos. A mí me dejó en paz unos meses, pero hace unos días volvió a trastocar mi vida. Y no puedo dejar de imaginarlo como una sombra ajena, como una fiera que marca su huella tras cada uno de mis pasos.
La policía hace lo que puede. Serenazgo siempre trata de llegar a tiempo para mantenerme a salvo. Pero la locura no es delito. Y los enfermos no deben ir a la cárcel. Y desgraciadamente, Winston Ezequiel Manrique Canales y yo vivimos en un país donde se calcula que 300 mil personas sufren de algún tipo de esquizofrenia y solo hay 380 psiquiatras para atenderlos. Winston Ezequiel Manrique Canales y yo vivimos en un país donde, solo en Lima, 4 de cada 10 personas podrían padecer un trastorno mental en algún momento de su vida, pero solo hay tres hospitales para atenderlos. Winston Ezequiel Manrique y yo vivimos en un país que avanza, que crece, que es un ejemplo pero que solo destina el 2% del presupuesto total de salud a cuidar la mente y el alma de sus ciudadanos.
Perdón, yo vivo en ese país donde las cifras dan cuenta de una indiferencia que es más dañina que la propia locura. Winston Ezequiel Manrique Canales, 43 años, 1 metro 70 de estatura, vive en otro país. Vive en uno donde es mi marido, donde conversa conmigo, donde tenemos hijitos, donde yo lo llamo por las ondas satelitales de la televisión…