“Hay que ofrecerles a los peruanos igualdad de oportunidades” es la frase que oímos todos los días y que parece una verdad de Perogrullo. Y es que efectivamente, en una economía sustentada en la libre competencia, lo esperable es que todos los que compitan accedan a las mismas condiciones. Si hacemos un paralelo con una carrera de atletismo, igualdad de oportunidades implicaría que todos partan del mismo punto, que todos lleven la indumentaria apropiada, que hayan recibido un entrenamiento más o menos parejo, que tengan las mismas edades, etc. Estarán aquellos que se esforzaron más y que de seguro llegarán primero. Sin embargo, todos correrán a partir de estándares mínimos compartidos y nadie llegará último porque jamás tuvo acceso a un entrenamiento profesional, o porque llegó descalzo.
En el Perú, hace tiempo que la carrera por alcanzar el éxito está marcada por la desigualdad más absoluta de oportunidades. Nacer en el campo, ser quechuahablante, no tener luz y agua potable o estar mal alimentado, pone a ese niño o niña peruana tan lejos de la línea de partida en la carrera que no solo no ganará, sino que no tendrá ninguna posibilidad de cruzar a la meta.
Suena injusto, ¿no? Pues lo es, porque se trata de condiciones que el individuo no eligió, que no puede evitar y que lo condenan antes de haber empezado. En contextos de desigualdad como el que se vive, por ejemplo, en zonas rurales, no hay esfuerzo personal que ayude a superar la brecha, porque las desventajas de partida son insalvables. Claro que siempre podremos citar un ejemplo del emprendedor que llegó a Lima hablando con las justas español y se volvió millonario en La Parada o Gamarra, pero incluso en esos casos, excepcionales, el camino hacia el éxito está plagado de sacrificios de los que no deberíamos enorgullecernos como sociedad. (¿Qué tiene de meritorio para un país que su gente haya tenido que salir adelante abandonando su tierra, trabajando veinte horas diarias desde niño?).
Ante contextos como este, es al Estado al que le toca emparejar el piso. Y no con regalos o programas de asistencia, sino justamente otorgándole a cada peruano lo mínimo para que su desarrollo esté en sus manos y no sea producto de la suerte. Servicios básicos como agua, luz, salud y educación son los que les confieren oportunidades a los ciudadanos, y los que en muchos casos les permiten alcanzar grados de humanidad que les estaban vedados.
El lunes 28 de julio escuchamos un mensaje presidencial de Fiestas Patrias que, como siempre ocurre, tuvo demasiadas cifras y una dosis tediosa de autobombo. Sin embargo, esta vez fuimos testigos de un giro inesperado: los anuncios para el sector educación marcaron la pauta del discurso. Medidas concretas y más presupuesto para inversión en infraestructura y en recursos humanos son la clave de un proceso que, hay que decirlo, recién empieza. En este nuevo panorama, el ministro Jaime Saavedra tiene el reto de administrar 4.500 millones de soles más para que los alumnos peruanos encuentren en las aulas una formación que los devuelva a la carrera. Que los ponga de nuevo en el partidor con buenas zapatillas, el uniforme adecuado y el entrenamiento requerido. Después de muchos años, por fin tenemos la esperanza de que millones de peruanos puedan no solo llegar a la meta con orgullo, sino ganar. Sobre todo, ganar.