“Esos tuits no me definen ni como ciudadano ni como profesional”. Con estas palabras, el aspirante a formar parte de la Junta Nacional de Justicia, David Dumet, intentaba explicarle al gran jurado que lo evaluaba, que él era un hombre decente que no se parecía nada a esa especie de chacal que todos leímos en redes sociales. Dumet, abogado, conservador, con larga carrera en el sector público era un activo tuitero que no escatimaba adjetivos cuando intentaba descalificar los argumentos de otros. A la periodista Juliana Oxenford, le preguntó si llevaba puesto su calzón con bobos, a la doctora Carmen González la mandó a ponerse un enema, al fiscal José Domingo Pérez lo definió como mono con metralleta, a un tuitero menos conocido le encajó un “so rosquete”. Y así…
David Dumet reconoció los excesos; pero definitivamente no convenció a nadie con aquello de que sus tuits no lo definían. La sistematicidad y reiteración del comportamiento (tal vez no delictivo pero sí profundamente grosero) daban cuenta de que no se trataba de exabruptos sino de su forma de ser.
Por eso, y vayan anotando los que no lo sabían, si hoy alguien busca trabajo, los encargados de evaluar su CV analizarán las redes sociales del candidato; si usted solicita una visa a Estados Unidos tiene que declarar en qué redes participa y cuáles son sus nombres de usuario. ¿Por qué? Porque ese que está ahí, ese señor que mira sonriente con camisa rosada desde su foto de perfil de Twitter es el mismo que postula para ser miembro de la Junta Nacional de Justicia. Porque esa señora que coloca comentarios discriminadores en su página del face quejándose de que no quiere que “extraños” paseen en “su” elegante parque, es la misma que quiere postular a la gerencia de un banco que está en una campaña pro inclusión; porque ese muchacho que postea todo el día fotos de mujeres medio calatas con comentarios obscenos no es la versión b del chico que te invitó a salir después de clases, es él.
Desde el preciso momento en que creamos un perfil en una red social usando nuestro nombre, nuestro apellido, nuestra cara, estamos aceptando que esos somos nosotros. Y nuestras metidas de pata, nuestros insultos, nuestras miserias y nuestros descontroles se van a quedar grabados con la misma eficacia que nuestros likes, nuestras fotos de familia feliz y nuestras reflexiones sobre lo maravillosos que nos creemos. El mundo de hoy ya no hace mayores distinciones entre lo “real” y lo “virtual”, así que dejémonos de excusas baratas y no pretendamos saludar efusivamente por la calle a ese conocido que insultamos la semana anterior de manera obscena en el Facebook. El insulto no duele menos porque venga empaquetado en 240 caracteres. Tampoco la decepción.