Hace un par de días un conocido escritor chileno que estaba de paso por Lima me preguntó si Vargas Llosa estaba en la ciudad y qué tanto aparecía en los medios.
Antes de responderle vino a mi memoria una escena que ocurrió en la inauguración de la Bienal de Novela que lleva el nombre de nuestro premio Nobel. Se trataba de un conversatorio literario al cual Vargas Llosa había asistido como espectador de honor en primera fila. Ya era de noche. El auditorio estaba repleto. La conversación en el escenario fluía con interés. De pronto, Vargas Llosa se despidió discretamente de quienes lo rodeaban y se puso de pie para retirarse. Parecía que la ceremonia había tomado más tiempo del calculado y nuestro escritor tenía otras actividades que cumplir esa noche. Pocos nos habríamos dado cuenta de su salida de no haber sido porque, ni bien su pelo plateado empezó a sobresalir entre las cabezas, un traqueteo y un runrún espantosos empezaron a invadir la sala desde la zona posterior. Cuando el público giró para ver de qué se trataba, comprobamos que eran decenas de reporteros que empuñaban sus cámaras y micrófonos en tensión. Muchos de los espectadores simularon no darse por enterados por respeto a los conferencistas que, desde el escenario, pretendían continuar como si nada de eso estuviera ocurriendo.
No recuerdo qué tema crucial se estaría discutiendo en nuestro país en esos meses como para que la opinión de Vargas Llosa fuera tan requerida, pero sí recuerdo que me asaltó una especie de vergüenza ajena. Y ancha. Por eso, cuando este escritor chileno me hizo la pregunta del inicio, le conté que un buen amigo que tenemos en común –un narrador peruano que vive en España– tiene un juego conmigo cada vez que llega a Lima de visita: apostamos cada día de su estancia si en ese día en particular Vargas Llosa ha sido nombrado en algún medio de comunicación.
Vargas Llosa es nuestro ejemplo más conocido de personaje citado, pero no el único que puebla nuestra mediósfera. Y veces hay –que me perdone el dios de la pluralidad– en que desearía que lo fuera: hoy pasé frente a un quiosco y varios diarios gritaban en portada lo que la cuñada de Edita Guerrero decía sobre la inocencia de su hermano. Y así ocurre con Laura Bozzo, Magaly Medina, ‘Kukín’ Flores. Y con el presidente del Congreso, el candidato opositor y cualquier peruano que tenga el dudoso honor de estar en un conflicto que pueda ser calificado de interés público. Es natural que la gente quiera conocer la versión de los protagonistas de la noticia. Lo que es exagerada es esta costumbre periodística de colocar como noticia lo que dijo fulano o perencejo. ¿Dónde está la investigación y el procesamiento de lo ocurrido? ¿En qué se distinguen algunos periodistas serios de un simple chismoso? En verdad, no hacen falta cinco años de estudio para captar lo dicho por una persona y ponerlo como titular. Un día de estos aparecerá un diplomado de periodismo enseñando a poner comillas y listo, será oficial: nos habremos convertido en ese país que nos acecha desde hace tiempo y que hoy nos respira en la nuca, en donde la gente llamada a ser guía de la opinión pública es brutalmente incapaz de crear su propio contenido.