En “Dina: transición y reformas” (El Comercio 1/12/22) adelanté que el escenario post Castillo (que suponía la vacancia, mas no la destitución por intento de golpe de Estado) obligaba a un proceso de transición sostenido por dos columnas: el adelanto electoral (asumido tardíamente –a mi juicio– por la presidenta Boluarte) y un paquete de reformas básicas.
La secuencia se viene cumpliendo. Pero recién ahora comprendemos que la pateada de tablero por la que finalmente optó Castillo también supuso dos pilares: el respaldo, aunque sea parcial, de las FF.AA. y PNP (que no ocurrió), pero, al mismo tiempo, la activación de sectores marginales, dispuestos a movilizarse y a hacer uso de la violencia a nivel nacional, organizados como fuerzas paramilitares.
Su vía es recurrir al caos: bloqueos de carreteras, toma de aeropuertos, ataques a medios de comunicación, vandalización de locales de instituciones claves que el expresidente buscó desactivar, así como dañar y paralizar instalaciones de empresas privadas de alta relevancia para la actividad económica.
Su objetivo es político: renuncia de Boluarte, cierre del Congreso, asamblea constituyente, elecciones inmediatas y, de paso, libertad para Castillo.
Por si no fuera poco, sus promotores en el campo de la política externa (calificables como felones) allanaron la ruta para que esa payasada de la misión de la OEA viniera a vender una pantomima de diálogo, lograr el apoyo de algunos gobiernos e incluso abonar a la causa de vender a Castillo como víctima de un abuso político de sus opositores.
El vandalismo y los actos terroristas vistos con un saldo lamentable de ocho muertos confirmados hasta el momento deberían ser frenados con la declaratoria de emergencia, un accionar más decidido (que no excluya el diálogo) de parte del Gabinete y el apoyo de las FF.AA. a la labor de la PNP.
El Congreso y los grupos políticos tienen la enorme responsabilidad de entender que, de no lograrse consensos mínimos sobre las reformas, el círculo vicioso entre mala oferta electoral y malas decisiones de votantes no se romperá. Ya habrá tiempo para ese debate, pero si algún hilo conductor debe de haber para esos mínimos comunes es aquel que evite que las mafias y sectores ilegales se sigan instalando con normalidad en la estructura del Ejecutivo y el Legislativo. He ahí el reto de la democracia peruana por su sobrevivencia.
Por último, toca a la fiscalía y al Poder Judicial no dejar impune todos los delitos advertidos y que siguen en proceso de corroboración, empezando por el golpe de Estado.
Si algo vale la pena rescatar en esta nueva etapa trágica de nuestra débil e incompleta democracia es que las instituciones que tuvieron que funcionar cuando correspondía estuvieron a la altura del reto. Luz al final del túnel.