El Perú debate con ansiedad y agresividad posiciones a favor y en contra de que el presidente Kuczynski otorgue el indulto a Alberto Fujimori. Quienes están a favor de esta medida apuntan a la salud precaria del ex mandatario, la reivindicación “histórica” de su gestión y un efecto en la reactivación económica (insertar risas). Los contraargumentos refieren impedimentos legales atenidos a su sentencia, motivaciones éticas (“¿cómo liberar a quien gobernó con abusos y crímenes?”) y elucubraciones politiqueras (“aunque lo liberen, el fujimorismo no cesará su oposición al gobierno”). Tal diatriba, a mi entender, ha puesto al presidente ante un falso dilema, porque Kuczynski podría continuar gobernando sin tomar partido o –más proactivamente– superando ambas posiciones. Paradójicamente, quienes empujan a un desenlace –en contra de sus propios intereses– son los antifujimoristas. Comencemos por comprender la lógica detrás de las posiciones.
Entiendo que los hijos, familiares y allegados a Alberto Fujimori pidan el indulto; también quienes reivindican políticamente al fujimorismo y forman su proyecto político, Fuerza Popular. Advierto oportunismo, empero, entre quienes ingenian acrobacias argumentativas para la condonación. Tal delirio los delata como tecnócratas choteados –social y políticamente–, esperando un turno naranja. Asimismo, comprendo a quienes se oponen al perdón: familiares de las víctimas, desaparecidos y asesinados durante los años noventa; y a activistas defensores a ultranza de los derechos humanos. Estos se mueven por el dolor y la convicción. Pero anoto también cinismo, un intento de lavarse la cara, entre quienes utilizan esta causa cívica como instrumento de venganza política, discriminación social y defensa de clase (custodios de lo “políticamente correcto”). Ambos, tecnócratas oportunistas –ostentadores de lo que denominan “realpolitik”– e “ideólogos” del antifujimorismo –en busca del fervor de millennials progres–, promueven el absurdo entrampe que tiene encorsetado al presidente.
Esta tensión solo abona al pedido fujimorista, si bien ha sido el antifujimorismo el que ha promovido más la idea de que la debilidad del Ejecutivo es producto de un chantaje naranja. Aunque la historia reciente –desde el 2001– registra como idéntica la anemia política de los gobiernos predecesores (pérdida paulatina de apoyo parlamentario, bajos niveles de aprobación, tecnocracia inexperta en el manejo de crisis, gestiones sin partido, etc.), algunos sortearon la desordenada presión fujimorista con maestría (García) o estampas de torpeza (Humala).
Por un lado, la pasividad de PPK radica en su carente talento político. Por otro, el fujimorismo no es un emporio todopoderoso capaz de imponer siempre su agenda. No obstante, son los propios “ideólogos” del antifujimorismo más radical quienes acosan temerariamente al Ejecutivo, convirtiéndose en verdaderos enemigos de la gobernabilidad ppkausa. Contradictoriamente, el presidente se encuentra en mejor posición que sus antecesores para construir una alternativa ante dicho falso dilema, si decide enmendar su tentación por los yerros. Con votos del antifujimorismo sensato y cercanía (económica) con el fujimorismo puede construir una narrativa que trascienda dicho enfrentamiento; fundada en nortes comunes, no en intereses sectarios. Para un estadista, recordemos, la política es el arte de lo posible.