Tenemos libertad de expresión, pero no tenemos derecho a difundir discursos discriminatorios contra aquellos que no viven o piensan como nosotros. Incitar el racismo, la homofobia, la discriminación no es simplemente un error, es un atentado contra la sociedad que, a lo largo de la historia, ha sido el preámbulo de terribles atropellos. Al holocausto judío le precedió una retórica violenta que acusaba a los judíos de haberles robado Alemania a los alemanes, el Estado Islámico justifica su demencial lucha argumentando que Occidente es el culpable de todas las desgracias en el mundo, cada gay asesinado responde al azuzamiento de quienes sostienen que la homosexualidad es una desviación o enfermedad.
Las palabras, de las que todos debemos cuidarnos, no son inofensivas. Son armas tan letales como un misil y van minando el terreno para justificar acciones violentas. Ocurre todos los días en nuestras narices: gracias al ‘bullying’ verbal al que se somete al gordo de la clase, la pateadura posterior parece justificada, el andar difundiendo el prejuicio de que todo negro es ladrón avala su posterior prisión injusta, repetir mil veces que las mujeres son ricas y lindas alienta esa mano que se mete debajo de la falda en un bus. Los discursos dibujan realidades, los insultos perfilan percepciones, y cada frase discriminatoria se convierte en parte de un aparato opresivo que les hace a los discriminados la vida más difícil.
Y no, no es un tema de creencias ni de ideologías políticas. Ninguna religión puede avalar la bestialidad de sembrar odio, y ningún oportunismo político debe alentarlo. Por eso, el triunfo de Donald Trump nos ha dejado a muchos tan desconcertados. Porque, más allá de lo pésima candidata que haya sido Hillary Clinton, los estadounidenses le han dado mayoritariamente su voto a un hombre que odia a los latinos, que odia a los negros, que odia a los extranjeros, que odia a las mujeres y que se enorgullece profundamente de ello.
Dicen los que ven este fenómeno con simpatía que Trump rompe con lo políticamente correcto, que es el triunfo de la sinceridad sobre la hipocresía. No, señor. El discurso de Trump no es sincero, es violento. Sus posiciones no son políticamente honestas, son claramente discriminatorias. Su odio a los que no piensan como él es tan nefasto y tan letal como el que le escuchábamos a Chávez o tenemos que soportar de Maduro todas las semanas.
No nos equivoquemos: Estados Unidos no ha elegido a un candidato de derecha excéntrico. Ha elegido a un racista, homofóbico, misógino, y 59 millones de estadounidenses han avalado ese discurso de odio con su voto. Y eso es grave. Vivimos un momento nefasto y el mundo asiste estupefacto a uno de los eventos más tristes de lo que va del siglo.