Acaba de morir Joan Rivers a los 81 años de edad, quizá la mujer que más se rio públicamente del paso del tiempo en su cuerpo e hizo de ello un modo de vida a través del espectáculo. No cabe duda de que Rivers –cuyo nombre fue Joan Alexandra Molinsky– fue una mujer atrevida, que no temía nombrar las partes del cuerpo femeninas y, sobre todo, reírse de sí misma. Tal vez su educación universitaria en una época en la que no muchas mujeres estudiaban en la universidad (y ella cursó Antropología) le abrieron las puertas del desenfado, y de escribir chistes donde las cosas son nombradas directamente –a diferencia de las bromas elaboradas por hombres– donde la risa radica en no nombrar lo sexual, sino en insinuarlo. Acá va un ejemplo: “Mi vida sexual es tan mala que mi punto G ha sido declarado sitio histórico”.
Tengo la impresión de que Rivers era consciente de que el tiempo era inexorable y que el envejecimiento es parte de la vida. Sin embargo, lo que la perturbaba era el asunto estético. En otras palabras, se reía de su edad, pero no quería verse vieja. De hecho, en una entrevista declaró que se sometió a 739 operaciones: era imposible captar quién habitaba detrás de su rostro: no parecía una viejita (aunque trastabillaba al caminar) sino un vendaval de energía que acompañada de gente joven en su programa “Fashion Police” era capaz de soltar frases políticamente incorrectas o de reírse de su propio rostro. “Este año voy a ver sin falta los Emmy. Mi equipo de maquilladores está nominado a Mejores Efectos Especiales”.
Sin embargo, la frase que considero brillante en Rivers es: “Me encantaría tener una hermana gemela para saber cómo sería sin cirugía plástica”. Me apasiona esa frase porque Rivers es consciente de que ha transformado su cara como quiso sin remilgos, hasta desconocer cómo hubiese envejecido, haciendo de su cara un proyecto personal. Ella no dejó que la vida la marcara con sus arrugas, golpes o tristezas para mostrarnos la belleza del envejecimiento natural. En el caso de Rivers, la vida parecía infinita con esa cara que ya era incapaz de denotar edad alguna.
No valoro las 739 cirugías plásticas de Rivers, sino su vitalidad, su terquedad y su ingenuidad de creer que es imposible envejecer. Eso, precisamente, es ser joven: pensar que podemos hacer todo, que nada nos pasará y que la vida es eterna.
En realidad, si miramos los medios de comunicación –y de modo especial la televisión–, veremos que a muy pocas personas –sobre todo a mujeres– se les permite permanecer vigentes envejeciendo dignamente. Tal vez Rivers haya sido la que llevó sus cirugías al extremo, pero, en realidad, me quedo con esa mujer fuerte y desafiante, dura y luchadora que no tuvo ningún problema en decir: “Mis pechos están tan caídos que puedo hacerme una mamografía y una pedicura a la vez”.
Al final de su vida se convirtió en una especie de policía de la moda con un programa televisivo donde se burlaba crudamente de quienes ella consideraba estaban mal vestidos. ¿A cuántas mujeres en el mundo se les permite decir lo que piensan?