La pintura está en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. En ella, el diablo, bajo la forma de un macho cabrío, es adorado por un grupo de brujas. Las mujeres son viejas, feas y cargan cadáveres de bebes de color cenizo. Una lleva unas criaturas colgando de un palo, otra sostiene a uno aún rosado, que pronto correrá la suerte del resto. El óleo de Francisco de Goya fue pintado entre 1797 y 1798; es decir cuando en Europa ya se llevaban bastantes años quemando mujeres vivas con el pretexto de que adoraban al diablo. Los niños no son un detalle menor: una de las acusaciones más graves que una mujer podía recibir era la de promover el aborto a partir de yerbas medicinales. Como las parteras eran las únicas que se encargaban de los alumbramientos, tanto la muerte de fetos como las deformidades de recién nacidos, se les atribuían a ellas.Las acusaciones de hacer tratos con el diablo y de desviar la moral de los hombres provocaron que solo en Alemania se asesinaran en la hoguera a más de 20 mil personas. Los números varían de país en país, los protestantes nórdicos fueron más brutales que los católicos reinos del sur, pero el pretexto fue siempre el mismo: la mujer como vehículo de tentación del demonio debía arder. Debía sufrir en la tierra, un adelanto del infierno que la esperaba después de su muerte. Han pasado los siglos y las mujeres siguen ardiendo. Ya no es (solo) un cura o un líder religioso el que las acusa de seres despreciables. En este nuevo milenio, son sujetos comunes y corrientes que están tan convencidos de que tienen poder absoluto sobre la vida de las mujeres que, un día cualquiera, como quien va a comprar el pan, compran un bidón de gasolina, planean dónde encontrarán a su víctima, se presentan delante de ella en hora punta, y zas, frente a todos les prenden fuego.
A Juanita Mendoza la incendiaron, en Cajamarca, mientras vendía salchipollo, en plena vía pública. A Eyvi Ágreda la quemaron viva mientras se trasladaba en una coaster por las calles más transitadas de Lima. A Marysella Pizarro y a Tirsa Cachique Inga les prendieron fuego al mediodía mientras hacían su trabajo en una peluquería de Tarapoto. A otras les echaron agua hirviendo, las arrastraron hasta la hornilla prendida o intentaron agredirlas con sartenes calientes, como si se tratara de ganado que hay que marcar para dejar en claro quién es su dueño.Han pasado más de doscientos años y las mujeres luchan cada vez con más fuerza por sus derechos, por sus vidas; pero en el espíritu de una sociedad secularmente machista sobrevive la idea de que son unas brujas que merecen arder vivas en esta tierra. Deben morir en manos de un agresor, que ni siquiera se esconde para cometer su brutal acto. Simplemente prenden la mecha y siguen su camino comiéndose un salchipollo, mientras una vida se extingue, una madre se consume, una hija se desvanece, una mujer arde.