Les pedimos a sus agentes de prensa una entrevista, a propósito de su inminente llegada, pero no nos la concedieron. Y es comprensible: de un tiempo a esta parte, el interés de la prensa iberoamericana por el Niño de Linares tiene que ver más con su estado de salud tras su trasplante de hígado o estar pendientes por si vuelve a caérsele un diente a mitad del Do de pecho en escena. Puede ser que hayamos pagado, siendo inocentes, por aquel amarillismo de los colegas que consideran al músico un fantasma de voz aún persistente, protagonista de conciertos auspiciados por clínicas geriátricas o marcas de pañales para la tercera edad.
Y, sin embargo, nuestra intención para acceder al músico no era otra que la de quien busca redactar una hagiografía. Escribir de Raphael es también escribir sobre la vida de todos, la banda sonora por tantos compartida.
El intérprete tenía solo 19 años cuando ganó el festival de la canción de Benidorm, en el año 1962, vistiendo un traje cortado por él mismo. Compitió con el empeño de pagar la inicial de un departamento para su familia, sabiéndose capaz de amortizar las siguientes cuotas como cantante profesional. Entonces a Rafael Martos la prensa lo llamaba “La voz de humo” y cuando fue a grabar su primer disco reinventó sutilmente su nombre a partir de un guiño con Phillips, la marca que lo auspiciaba. Asumido su característico “Ph”, se convirtió en el invitado permanente de las salas de fiestas de Madrid, centro de giras por los rincones de la empobrecida España del franquismo y una Latinoamérica que, a mediados de los años sesenta, resultaba tan desarrollada como la península.
Una década más tarde, se convirtió en símbolo de la transición española, mostrando una permanente capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos. Para los Raphaelistas, ir a uno de sus conciertos es lo más comparable con una liturgia en la que se sabe cuándo hay que ponerse de pie y cuándo estar sentados. Alguien que genera ese efecto en el público, está claro, es aquel cuya figura es más grande que la vida, como suelen decir los estadounidenses. En efecto, cada vez que le escuchamos cantar resulta un estímulo para la nostalgia, pero también un recuerdo de que la pasión no se extingue con la edad.
Es típico decir que Raphael no deja a nadie indiferente. Personaje insólito y extravagante, presencia permanente que no ofrece referentes ni deja continuadores (por más que Enrique Bunbury aspire a ello), el divo llegó a Lima, cantó y siguió de largo, dejándonos a los periodistas llenos de preguntas. Raphael ocupa un espacio rarísimo entre la tradición y la modernidad: nunca se sabe si se trata de un cantante de música ligera o de un ícono contracultural, un símbolo de rebeldía o un producto para conformistas. Solo nos queda celebrarlo desde esa extrañeza, como quien aprecia un objeto cristalino de origen extraterrestre.