¿Qué tienen en común el incendio del centro comercial Nicolini, el accidente del bus turístico en el cerro San Cristóbal y la reclusión de la ex pareja presidencial Humala-Heredia? La informalidad es la cómplice activa de nuestras desgracias y corrupciones. Nuestros gobernantes –desde principios de los noventa, con mayor énfasis– redujeron el arte de gobernar al manejo de la economía y obviaron la organización de la sociedad y de la política. En un país donde la regla se erige para ser violada, no existen los lineamientos suficientes para ordenar el microemprendedurismo, tanto comercial como partidario.
El Partido Nacionalista Peruano fue una pyme partidaria exitosa, una start-up conyugal que partió con el capital simbólico del ‘locumbazo’ y que fue gestionada con la pulcritud propia de una administradora amateur (con anotaciones a puño y letra en agendas, por ejemplo). La precariedad en los negocios no son obstáculo para alcanzar la fortuna, sobre todo en un entorno donde institucionalmente no existen regulaciones eficientes y donde culturalmente se celebra la criollada. Si otorgamos el beneficio de la duda, es comprensible que el binomio Humala-Heredia se perciba como inocente. No existen procedimientos legitimados ni ‘know-how’ institucionalizado para manejar las finanzas de un partido político. Así, las donaciones internacionales –del chavismo o de Odebrecht, por ejemplo– entran prácticamente sin intermediarios ni bajo las exigencias de una Ley de Partidos inocua. “Así debe ser la política”, concluye cualquier aventurero al que le empiezan a llegar ‘donaciones’ luego de su primer repunte en las encuestas de intención de voto. De este modo, fácilmente en el Perú un partido político se convierte en una “organización criminal para el lavado de activos”. Así estamos.
El problema de fondo, según entiendo, es nuestro liberalismo chicha; es decir, reformas de mercado sin instituciones. Desde la aplicación del ajuste económico hemos concurrido a la santificación de la desregulación. “Los trámites son un obstáculo” es el credo de la tramitología. No se exigen normas y leyes más eficientes, sino prácticamente su desaparición. La simplicidad de este razonamiento ha conducido a la concepción del Estado como la principal traba para la inversión y los negocios. Paradójicamente, este Estado también es el principal instrumento de lucha contra la corrupción. ¿Acaso se pueden eliminar prácticas corruptas sin la mancillada “intervención estatal”?
No se trata solo de una desiderata de nuestras élites, sino de sentido común popularizado. Nuestra “nueva clase media” –insisto– se ha erigido en base a una ética antiestatal. No le exigen derechos al Estado –adiós al floro “republicano”–, tampoco contribuyen con él –dolor de cabeza para la recaudación de impuestos–. Las iniciativas “formalizadoras” se hacen al “gusto del cliente”. Lo que Lissette Aliaga ha escrito para el comercio ambulatorio –“formalizar ambulantes” se reduce a meterlos a galerías que no cumplen con normas de seguridad– se extiende a los partidos. Estos se construyen alineados bajo la letra muerta de leyes sin sanción. Así, los emprendedores –de Las Malvinas o del nacionalismo– terminan atrapados en incendios, reos de informalidad.