Ayer celebramos el Día del Periodista y debo confesar que, como casi todos los años, me sentí algo incómoda con esta cantaleta de lo importante que somos para la sociedad y lo trascendente que resulta nuestra existencia. Yo amo mi trabajo, no se confundan. Llegué al periodismo un poco de casualidad, casi a los 30 años, cuando ya tenía una carrera académica como lingüista bastante sólida. Los motivos por los que dejé la universidad para enterrarme en una sala de redacción no vienen al caso explicarlos en esta columna, pero sí debo confesar que, desde que llegué al diario El Comercio, descubrí que tenía todo por aprender. Que mi capacidad para escribir bien y mi destreza adquirida en el mundo académico para procesar información no eran más que herramientas, que me iban a servir, pero que no aseguraban, ni por asomo, que fuera capaz de hacer un buen trabajo.
¿Por qué? Porque rápidamente entendí que uno tiene que ser capaz de buscar la verdad, con honestidad. Sobre todo, uno debe ser capaz de reconocer que no puede librarse de sus propios puntos de vista, que estos siempre formarán parte de nuestro quehacer diario, pero que eso no debe ser excusa para decir verdades a medias, ni mucho menos mentir. Y eso que suena simple es complicadísimo.
Ser capaces de transmitir los datos a través de nuestra mirada sin deformar la realidad es algo que no se aprende en un aula. Ese ejercicio de tomar la información y transmitirla para que el ciudadano saque sus propias conclusiones sin “atarantarlo” solo se consigue caminando por la calle e involucrándote en la vida de los otros. Solo se adquiere después de haber hecho miles de comisiones buscando que la realidad te sorprenda, no que confirme tus prejuicios. Solo se valora cuando entiendes que la historia de esa madre que te cuenta sobre su hijo atropellado, o el drama de esa familia que lo perdió todo en un incendio no son tu mercancía. No son tus trofeos. Son fragmentos de la vida de otros seres humanos que te han dado permiso para que los difundas. Que te han dejado hacer preguntas para que los demás sepan que la injusticia, la pobreza, la maldad o el dolor tienen nombre y apellido. Tienen rostro.
Por eso no me gusta mucho celebrar el Día del Periodista. Porque no se trata de nosotros. El periodismo no existe para que un veinteañero recién salido de la universidad cuente historias locazas con el fin de sentirse el nuevo rey del estilo gonzo. Tampoco para que los redactores y reporteros terminen alucinándose los protagonistas de la noticia. Mucho menos existe para atacar y condenar, o para perdonar y absolver. El periodismo a fin de cuentas no es el más vil de los oficios ni mucho menos la más noble de las profesiones. Es un trabajo que, como cualquier otro, debe hacerse bien. Debe hacerse de manera honesta. Debe hacerse en función de los demás (si no, no sería periodismo) y no en beneficio propio.
¿Por qué? Porque somos profesionales, no superhéroes. Porque debemos aspirar a mirarnos en el espejo y encontrarnos todas las mañanas con Clark Kent o Peter Parker. Nunca con Superman o el Hombre Araña.