Es de noche. Dos jóvenes corren por la orilla de la playa. El siguiente plano nos sumerge junto con la muchacha: la vemos desde la profundidad del agua, flotando grácil, moviendo relajada sus brazos y piernas. Luego apreciamos su rostro sonriente hasta que llega el primer tirón. Ella no entiende. El suyo es un gesto de sorpresa y dolor. La segunda sacudida es más fuerte. La tercera la lleva hacia abajo y el agua cubre su cabeza un instante. Es entonces cuando empieza a gritar. Su cuerpo comienza a cruzar el agua roja en caóticos sentidos, convertida en títere a la vez que carnada. El resto son gritos incomprensibles que se apagan al sumergirse por última vez, mientras la luna ilumina serena la superficie del agua y una boya, al fondo, agita inútilmente su campana.
Cuentan que a Steven Spielberg le tomó tres días filmar aquella breve escena inicial de “Tiburón”. Apenas tenía 27 años y con un presupuesto duplicado y directores del estudio que amenazaban a diario con despedirlo parecía que el proyecto abría sus fauces para devorarlo. Sin embargo, a casi medio siglo de distancia y US$472 millones recaudados, resulta obvio decir que con este film el director redefinió el cine de Hollywood, como lo hicieron en su momento Frank Capra o John Ford.
Lo escribe el argentino Rodrigo Fresán: los films de Spielberg nos proponen una épica de lo doméstico y, a la inversa, lo doméstico de la épica. Así, en la historia basada en la novela de Peter Benchley, tres hombres salen a cazar a un tiburón de ocho metros y tres toneladas. Su dinámica es perfecta y entrañable: Robert Shaw, el capitán del Orca, es el tipo duro que todo lo ha vivido. Richard Dreyfuss es el joven científico con arrebatos de héroe y Roy Scheider encarna al policía que no sabe qué está haciendo en medio del mar, pero debe cumplir con su deber.
En estos días, sea por la política o por el fútbol, hemos vivido sin pausa una fórmula clásica del suspenso. Un tiburón azul de dos metros advertido recientemente cerca de las orillas de las playas de La Punta sumó una angustia más a los veraneantes de un país que nunca se ha curado del susto. Que nadie lo cace: quién sabe si está allí para recordarnos nuestra necesidad de reconstruir nuestra propia épica doméstica. Sensibilizados como estamos por los derechos de los animales, ya no necesitamos hacer explotar un hermoso escualo con un tanque de oxígeno en las mandíbulas, solo basta recordar su poder metafórico: nuestros verdaderos enemigos, los más arteros y sigilosos, no están nunca a la vista. Sabemos que algo está a punto de morder, pero solo vemos el agua. Nada ofrece más terror que aquello que no vemos. Las razones de nuestros miedos siempre están en lo profundo.