La conocí hace muchos años, me parece que en el 1,986 D.C., y desde entonces hasta cuando nos dejamos de ver, solíamos tener el mismo tipo de diálogo cuando nos tocaba sentarnos juntos a la hora del almuerzo o de la cena.
–¿Me pasas la sal?–Claro.–No, ponla en la mesa.
Como le ocurre a mucha gente, ella creía que algún tipo de maleficio nos iba a hacer enemistar si es que nuestras manos tocaban el salero a la vez. La primera vez que esto ocurrió quise parecerle un tipo ilustrado y creo que le caí antipático.
–¿Sabes que detrás de tu temor hay una razón que no tiene nada que ver con la mala suerte?–A ver.–Hubo una época en que la sal era tan valiosa que se usaba como moneda. Varios años antes de Cristo los romanos hicieron un camino para llevar la sal de una salitrera a la capital. A los obreros les pagaban una parte con sal. De allí viene la palabra “salario”.–Mira tú.–Si yo te diera ahorita una moneda y se cayera al piso, no habría problema, tú o yo la recogeríamos y asunto arreglado. Pero, ¿y si en vez de una moneda se nos cayera la sal?–La cagada.–Te imaginarás las broncas entre soldados borrachos que se echan la culpa por la sal derramada. El riesgo de la enemistad no era mágico, tenía una razón concreta.–Ya, ¿me la pasas?–Claro.–Pero en la mesa.
Algunos años después, cada uno con una familia a cuestas, nuestro grupo común de amigos decidió pasar una Semana Santa en las afueras de Lima. Ella y yo fuimos los encargados de coordinar las compras y el teléfono fue el instrumento a través del cual volví a ponerme en plan sabelotodo .
–Como vamos a ser un batallón –le recordé– hagamos platos rendidores… no sé… fideos, arroz con pollo…–Y pescado el viernes.–Bueno.–Compra bastante. Para todos.–Sabes que ninguna parte de la biblia prohíbe comer carne roja esos días, ¿no? –Mira tú. –Probablemente sea una costumbre que viene del paganismo y que el cristianismo adoptó a su manera.
(Debo corregir lo de sabelotodo. Ahora que he revivido ese diálogo me doy cuenta de que en verdad me puse en plan de necio).
–Yo lo hago como una muestra de solidaridad con el sufrimiento de Cristo… una especie de penitencia… tú sabes que a mí me encanta la carne… –Dale –asentí–. ¿Qué pescado compro?–No sé. Una corvina… ¡lenguado, qué rico! –¡Pero es carísimo! Nos va a salir una fortuna.–Si me voy a castigar, que me duela bien.
Por supuesto que compré tollo. Mi religión me prohíbe el lenguado.
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