Amir es un judío que trabaja en el puesto fronterizo de Karen Sharom. Es el encargado de revisar todos los camiones que cruzan de Israel a Gaza llevando mercadería. Es rudo, no le teme a nada, ha peleado en el frente, se nota que le ha visto las orejas al lobo. Hace más de diez años comparte casi el mismo espacio de trabajo con sus pares palestinos. Se conocen, se aprecian, se saludan desde su lado de la frontera, pero cada uno sabe lo que el otro desea. Amir no pierde de vista el hecho de que su vecino sueña todas las noches con que él se vaya, desaparezca. El sueño de un palestino es la pesadilla de un judío, piensa Amir. Y viceversa, agregamos nosotros.
Yael es una madre joven de tres hijos. Nunca se fue del kibutz en el que nació. La granja que administra de manera comunitaria en la que viven 450 personas queda a escasos metros de la frontera con Gaza. Hasta antes del recrudecimiento del conflicto trabajaba con palestinos. Eran sus vecinos. Sus amigos a los que nunca ha vuelto a ver. No se quiere ir porque dice que ahí nació, que esa es su tierra, que quiere vivir en paz. Sueña con que sus hijos puedan caminar por el kibutz sin miedo a que suene la alarma y no les alcance el tiempo para llegar al refugio.
Kahled, periodista palestino que cubre el conflicto hace muchos años, ha visto morir amigos, lo han baleado, sabe lo que es un cañón en la nuca. Espera el resultado de las elecciones, que esta vez le generan cierta apatía: sabe que, gane quien gane, nada va a cambiar en el conflicto Israel-Palestina. Para él, no hay buenos ni malos en esta historia. Y si los hay, es lo de menos. Su visión parece cínica pero es realista: ya no importa mucho quién tiene la razón, lo que interesa es buscar soluciones que les funcionen a todos. La OLP tiene que derrotar a Hamas en Gaza, Israel tiene que permitir que Palestina se constituya como Estado, o tiene que constituir un Estado en el que los palestinos no sean ciudadanos de quinta categoría. El discurso agresivo de la derecha israelí tiene que parar. Basta de amenazar con anexar territorios. Pero sabe que nadie va a hacer nada sensato. No por un buen tiempo.
En un centro para el encuentro de niños palestinos y judíos, una muchacha de 18 años que ha formado por mucho tiempo parte de la organización, nos cuenta que, a pesar de que es difícil, ha aprendido a convivir sin miedo y desconfianza con jóvenes judíos. Gracias al programa ha viajado con ellos, son sus amigos, habla hebreo además de árabe e inglés. Sonríe y cree que ellos van a resolver lo que los políticos no coinciden solucionar. En su sonrisa joven y sus ojos profundos uno no sabe si está viendo una esperanza que se traducirá en realidad, o la inocente antesala de una brutal decepción.