Una encuesta nacional de Ipsos y El Comercio divulgada el viernes en estas páginas confirmó algo que era fácil de intuir: para una mayoría de peruanos, la principal personalidad pública positiva del 2020 fue Martin Vizcarra, mientras que la negativa fue Manuel Merino. Un 55% de los consultados dio sustento, efectivamente, a lo primero, en tanto que un 63% suscribió lo segundo. Hay que aclarar que el sondeo se realizó entre el 10 y el 11 de diciembre del año que ha terminado (es decir, algunos días antes de que supiéramos que el gobierno de Vizcarra nos había dejado sin vacuna contra el COVID-19 hasta, por lo menos, bien entrado el 2021), por lo que, como señala Alfredo Torres, cabría imaginar que, en un nuevo ejercicio estadístico sobre la materia, las cifras del vacado mandatario no serían hoy las mismas.
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Nos tememos, sin embargo, que en realidad la figura no cambiaría mucho. Por lo general, a la gente no le gusta hacerse demasiados enredos a la hora de dividir el mundo entre los buenos y los malos; sobre todo si desplazar a uno de los que tenía ubicados en el primer grupo hacia el segundo le va a suponer la admisión de alguna necedad propia. Con la misma ligereza con la que construye altares para venerar a los que ha convertido en santos, entonces, levanta piras para sancochar a los que ha decidido identificar con el origen de todas sus desgracias. Y al que trate de hacer notar la disposición ceporra y la exquisita frivolidad que hay en ello, pues lo bañan de insultos en las redes o le mandan a “los niños del maíz” a su casa, porque nadie tiene derecho a despertar a los sonámbulos.
–Cutre ‘carpe diem’–
Pero la verdad de las cosas es que, mal que le pese a esa mayoría que asoma en la encuesta, la canonización de Vizcarra y la demonización de Merino son las dos caras de una misma moneda falsa.
Razones para cuestionar la imagen del expresidente como benefactor de alguien más que de Richard Swing, desde luego, abundan. Pero dejemos por el momento de lado lo que han dicho sobre sus presuntos negocios moqueguanos varios aspirantes a colaboradores eficaces o su mortífera administración de la pandemia, y concentrémonos, más bien, en el rol que pudo haber jugado en aquello que ha hecho de Manuel Merino el pararrayos de todos los desprecios ciudadanos. Esto es, el proceso de vacancia que llevó adelante el Congreso en noviembre y que terminó con el efímero e infausto paso por el poder del legislador populista.
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¿Tuvo responsabilidad Merino en lo sucedido? Sin duda. A pesar de que él mismo no votó la moción de vacancia, todos lo vimos ejecutar largamente la danza propiciatoria que condujo a ese desenlace… Pero junto con él danzaron otros 105 parlamentarios de las más diversas bancadas (incluida la de Somos Perú, que ahora lleva a Vizcarra como candidato al Congreso), a los que no les importó la situación crítica en la que ponían al país, como no les había importado antes –y sigue sin importarles todavía– aprobar un sinfín de proyectos inconstitucionales y atentatorios contra el equilibrio fiscal.
Lo que hay que preguntarse, en consecuencia, es cómo así llegamos a tener una representación nacional tan deleznable. Y es ahí donde brilla en todo su esplendor el favorito de los que no quieren detenerse a pensar qué fue lo que nos arrastró a este aciago recodo de nuestra historia republicana. Porque si bien es imposible explicarse lo sucedido con Vizcarra sin incluir a Merino en la secuencia lógica, igualmente imposible resulta explicarse a Merino sin hacer lo propio con Vizcarra. Las elecciones que colocaron en sus curules a los ‘gremlins’ que hoy devastan lo que pudiera quedar de prudencia en el manejo de la cosa pública se dieron bajo las reglas y la atmósfera política que el exjefe de Estado propició desde Palacio. A saber, sin el estímulo para tratar de actuar con seriedad que supone toda posibilidad de reelección y con el apremio implícito a vivir el presente que se derivaba del hecho de que el mandato al que accederían los favorecidos por el voto popular iba a durar solo un año y unos cuantos meses: cutre ‘carpe diem’ de los que nunca escucharon siquiera mencionar el nombre de Horacio.
–Peor actor de reparto–
Apresurémonos a recalcar –porque los que no quieren ser arrancados de su estulticia binaria proliferan en el medio– que nada de lo dicho busca atenuar las culpas de Merino. Convertir, sin embargo, a ese peor actor de reparto en el muñeco predilecto para quemar a fin de año es el fácil recurso de los que pretenden olvidar que, en su momento, transaron sin toser con la pastrulada aquella de la “denegación fáctica de la confianza” y sus consecuencias. Que el personaje que hoy todos repudian se haga cargo de los efectos de su codicia por la banda embrujada, pero que los que fungieron de comparsa de quien lo puso en el trance de materializar su vano sueño no pretendan ahora desentenderse de la porción que solitos se sirvieron en este desaguisado.
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