Martes 3 de abril del 2018, Loreto. Después de escuchar gritos y amenazas, los moradores de Puerto Véliz oyeron un disparo y la huida de varios hombres con acento extranjero. Llomar Garcés, de 17 años, fue encontrado tendido en el suelo. La bala le atravesó la mejilla y le salió por la boca. Estaba vivo. Estaba aterrado.
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Puerto Véliz es un caserío del distrito de Teniente Manuel Clavero (provincia de Putumayo). Se ubica muy cerca del río Putumayo, la frontera natural con Colombia. En esta zona abundan los grupos armados vinculados a la producción y tráfico de drogas, principalmente hacia Tabatinga (Brasil). Ellos disputan el control del territorio con disidentes de las FARC. Se los conoce como grupos armados organizados residuales (GAOR).
A menos de dos horas de Puerto Véliz se ubica Laguna Pacora, donde abundan los laboratorios de cocaína. Uno de los jefes de los GAOR se llamaba Richard Llori. Tenía cédula de identidad colombiana, pero además DNI peruano. Él mandaba en toda la zona.
Días antes, el hermano de Llomar, Fabio Garcés, de 21 años, había escapado del GAOR que lo había reclutado con engaños y amenazas. Los cabecillas le avisaron que si huía lo matarían o atacarían a su familia. Él escapó y navegó durante tres días en el Putumayo. Llori ordenó entonces atacar a Llomar.
El 6 de abril, Fabio se refugió en el cuartel de El Estrecho, y se presentó al servicio militar voluntario. Allí colaboró con los oficiales de inteligencia. Les contó todo lo que vivió aquí y allá, en las orillas del río.
Días después, el 15 de abril, Neider Machacury, colombiano de 19 años, fue detenido en otro sector de Teniente Manuel Clavero, cerca de un colegio. Su misión era reclutar jóvenes para sumarlos a los GAOR.
Tres días antes de la captura del colombiano, una mujer de iniciales S.R.L. denunció a la policía que la noche anterior un cuñado suyo, menor de edad, había sido llevado a la fuerza a un sector llamado Basurero (todo en territorio peruano), donde se topó con 11 hombres encapuchados y armados. Le dijeron al menor que debía regresar con más jóvenes, o lo asesinarían. Apenas regresó a casa, se lo contó a su cuñada. Tras la denuncia, la policía reforzó la vigilancia en la zona y así fue atrapado Machacury.
Este hecho encendió todas las alarmas. El general EP César Astudillo, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, reconoce que todas las autoridades políticas y militares se pusieron en alerta: la incursión de delincuentes organizados desde un país vecino no es poca cosa.
En julio de ese mismo año, el Gobierno Peruano decretó estado de emergencia en toda la provincia de Putumayo. Ese mismo mes, se destruyeron varios laboratorios de droga y fueron detenidos más de 40 colombianos. Uno de los capturados era Richard Llori.
“Desde que tomamos conocimiento de que en la frontera del Putumayo teníamos problemas de seguridad por incursiones de ciudadanos de Colombia y Ecuador, se determinó la necesidad de una intervención”, dijo el presidente Martín Vizcarra cuando terminó el operativo Armagedón I.
Esa misma mañana, el entonces alcalde de Putumayo, Segundo Julca, conversó con este Diario. Él no estaba en la frontera, sino en Iquitos, y tenía mucho temor de regresar a su provincia por las amenazas que había recibido vía mensajes de texto: “No creas que me he olvidado de ti […] Acá todos te conocemos […] Te estás salvando, tienes muchas vidas […] De esta semana no pasas…”.
En total ha habido cuatro operativos Armagedón, el último de ellos en octubre del 2019, y en todos se hallaron cultivos de coca, laboratorios de droga, insumos y armas.
Casos recientes
Desde mediados del 2018, el fuego cruzado en la frontera de Putumayo aumentó en intensidad y también en daños. Recientes hechos lo demuestran.
El 11 de febrero, el policía peruano Anthony Santillán almorzaba con su familia en Tabatinga. Era su día de descanso. Un sicario entró caminando al restaurante y lo mató de un disparo en la cabeza. Él había trabajado en la Policía Antidrogas en Iquitos, y se sospecha que su asesinato fue una venganza de las mafias que pululan en la frontera.
Al día siguiente, seis cadáveres aparecieron en Puerto Lupita, en la orilla peruana del Putumayo, frente a la ciudad de Puerto Leguízamo (Colombia). Eran cinco colombianos y un brasileño torturados y luego ejecutados. Algunos recibieron hasta diez balazos.
Tres días después, el 15 de febrero, A.C.N., un morador de la localidad de Nuevo Peneya, en el distrito de Teniente Manuel Clavero, acudió a la base militar de Soplín Vargas para rogar que lo protegieran: dijo que había sido amenazado de muerte por colombianos que manejan los cultivos de coca y los laboratorios de cocaína cerca del área donde vive.
Un oficial militar de inteligencia destacado en la zona desde hace años lo resume con pocas palabras y muchos temores: “Esta frontera es de ellos”.
“El problema no es solo colombiano”
Por: Martha Soto, editora de la Unidad Investigativa del diario “El Tiempo”.
En el Perú se han tenido que familiarizar a la fuerza con el término ‘GAOR’: las violentas bandas criminales que siembran el terror en la frontera que comparten con Colombia y que saltan los límites terrestres a diario.
La masacre de cinco colombianos y de un ciudadano brasileño fue la violenta notificación de que las llamadas disidencias de la otrora guerrilla de las FARC –que nunca dejaron las armas– están detrás de ese nombre y son las responsables de las masacres, el miedo y la violencia que se vive en el departamento del Putumayo, y que empezó a bajar por el mapa.
Ya está confirmado que el múltiple crimen se registró en el lado peruano, en Lupita, población ubicada al frente de Puerto Leguízamo, Colombia. Aún no se han establecido responsables, pero, desde finales del 2019, hombres rondan por el Putumayo, el tercer departamento con más cultivos de coca en el país: unas 160 mil hectáreas.
La madrugada del viernes 13 de setiembre del 2019, llegaron a la vereda La Perla, de este lado de la frontera, y asesinaron a tres personas.
Y desde entonces, sujetos con fusiles han seguido recorriendo el departamento y saltando al Perú, en un intento por controlar los cultivos de coca, que negocian con cárteles brasileños y de mexicanos.
Un bando lo componen las disidencias de los frentes primero y 48 de las otrora FARC y el otro está compuesto por un coctel de actores armados que se hacen llamar la mafia Sinaloa.
“Esa organización es, en esencia, una vieja banda de narcotraficantes conocida como la Constru, que fue golpeada por la fiscalía y la policía a mediados del año pasado, y la región sigue siendo una de las prioridades en la lucha contra el narcotráfico”, asegura un investigador de la policía.
En efecto, en junio cayó Miguel Antonio Bastidas Bravo, ‘Gárgola’, su máximo dirigente, miembro de una familia de políticos y emparentado con un oficial del ejército colombiano que lo protegía.
Tras el golpe, sus hombres se aliaron con viejos paramilitares y con exguerrilleros de los frentes 32 y 49 de las FARC para apropiarse del negocio de la coca y de los corredores estratégicos y naturales que ayudan a moverla: los ríos Caquetá y Putumayo.
La Defensoría del Pueblo ha emitido dos alertas tempranas describiendo estas alianzas y cómo poblaciones como Puerto Guzmán y Puerto Leguízamo están golpeadas por la violencia, que atraviesa fronteras.
Pero el problema no es solo colombiano.
Los poderosos cárteles mexicanos –Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y los Zetas– y brasileños –la Familia del Norte, el Primer Comando y la Familia Vermelho– pagan los cargamentos de coca con armas modernas y empoderando militarmente a estas bandas y disidencias.
Y sus redes pasan por Brasil, el Perú (el segundo productor mundial de coca) y Ecuador en un juego criminal en el que todos ponen y el mundo pierde.
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