Quien pierde una segunda vuelta en el Perú se encuentra en mejores condiciones para ganar la presidencia en la siguiente elección. Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala pueden dar fe de ello. Recorrer incansablemente el país, ensayar andamiajes propios en cada región, probar y errar campañas de márketing, comprobar la lealtad y pasar el trago amargo de la traición, enseñan y convierten a un aspirante en animal político. La experiencia fresca de una segunda vuelta otorga ventajas en el camino a Palacio. Esta sería la clave del éxito en un país cuyos principales proyectos políticos se montan ad hoc para el año electoral. De continuar la falta de imaginación de la historia, Keiko Fujimori podría convertir la recurrencia empírica en ley. Pero primero tiene que sortear tres obstáculos fundamentales que le impidieron vencer a Humala el 2011: conquistar al telúrico sur, atenuar los ataques de antifujimoristas y ordenar su casa partidaria. Así, la derrota de hace cinco años cobraría utilidad y Pacho Maturana tendría razón nuevamente: “Perder es ganar un poco”.
Cuando nadie la veNo es casual que, en la carrera presidencial que se emprende, Keiko Fujimori aparezca como favorita. Su estrategia se plasma en dos tiempos. En coyunturas no electorales, privilegia el trabajo político silente para elevar su “piso” de apoyo. Mientras los flashes apuntan a cualquier conato de crisis política (“reelección conyugal”, “narcoindultos”), Fujimori transita el país construyendo su propia organización y, a la vez, extenuando a sus críticos. Así pasó del 7% de Martha Chávez (2006) al 20% propio (2011), y de este al 30% actual. En coyunturas electorales, en cambio, Fujimori luce adversa al riesgo y se aboca a velar por mantener estable lo acumulado. Para atravesar el fragor del verano electoral, esos porcentajes de respaldo son valiosos cuando mil volteretas afectan las preferencias de sus rivales (García suele subir, PPK suele caer). Además, reconoce su techo: aquel tercio de peruanos que en el momento de mayor desprestigio del gobierno de su padre le acompañó incondicionalmente. Ganar en primera es inverosímil.
El capital político al inicio de esta campaña no solo es mérito de Keiko Fujimori, sino también resultado de la omisión de sus rivales. La ausencia de una candidatura presidencial en el “Perú profundo” –especialmente de izquierda–, le ha permitido aprovechar la pampa. Durante años, hacer campaña en el interior implicaba cruzarse con Humala y sus huestes, etnocaceristas y líderes radicales regionales. En sus recorridos con miras al 2011, Fujimori encontró los muros movilizados de Gregorio Santos en Cajamarca, de Vladimir Cerrón en Junín, de Jorge Acurio en el Cusco, entre otros. Hoy, las contramanifestaciones (como la del mes pasado en Huancayo) son mínimas y los aspirantes regionales a cargos públicos que antes la miraban con animadversión tocan su puerta. Cada día es más fácil ser fujimorista en el interior del país.
Fujimori fue erigiendo sus pilares regionales en base a los resultados del 2011. En aquellos comicios, el fujimorismo fue particularmente fuerte en el sur chico, la selva central y la región nororiental. Para las consultas subnacionales del 2014, aprovechó la viada y obtuvo las gobernaciones de Ica, Pasco y San Martín, convirtiéndolas en sus bastiones. Así se reconfiguró el mapa político regional en menos de cinco años: de ex enclaves radicales a gobernaciones naranjas. Mientras la disputa por el norte parece más pareja (considerando Alianza para el Progreso y el Apra), el sur sigue siendo una incógnita.
¿Cómo conquistar al sur andino, de monolítico radicalismo y tradición antifujimorista? La ausencia de un competidor con arraigo local es una condición necesaria pero no suficiente. Fujimori nunca tendrá una votación “humalista” en esta macrorregión, pero aprovecha al máximo la fragmentación propia de las dinámicas regionales: capitales versus provincias, costa versus sierra, ciudad versus campo. Su proselitismo privilegia zonas de mayor ruralidad y en las ciudades, las más marginales; avanza de las periferias al centro. Arequipa es un caso paradigmático: mientras la clase media capitalina (nacionalista y antilimeña) se resiste a endosarle apoyo, Fujimori convoca a las provincias más altas (Caylloma) y al emergente cono norte arequipeño. En un contexto donde los mitos regionales se desvanecen (el “sur radical”, el “sólido norte aprista”), la candidata aprovecha al máximo los fraccionamientos sociales. El electorado es de quien lo trabaja. Todo ello, mientras nadie la ve.
No hay Harvard sin UtahKeiko Fujimori se ha reunido con varios de los politólogos más mediáticos del país (incluyendo algún extranjero). A diferencia de políticos más experimentados, ella escucha, toma nota, pregunta, repregunta. Uno de los académicos referidos –quizás el más caviar– cuenta a sus colegas que le aconsejó, luego de la derrota del 2011, abordar algunas “banderas democráticas, como los aportes de la Comisión de la Verdad”. Fiel a su costumbre, Fujimori registró la idea del espontáneo consejero.
Años más tarde, frente a un pelotón de académicos gringos, la candidata presidencial sacaría aquel as bajo la manga para sorpresa del desconcertado público. Su desempeño exitoso en Harvard no puede entenderse sin una experiencia previa, inadvertida por la prensa peruana: su visita a la Universidad de Utah Valley-UVU en abril de este mismo año. En aquella ocasión la candidata presidencial pasó por momentos incómodos que la prepararían para foros universitarios más exigentes. En Utah, activistas de derechos humanos se hicieron sentir inquiriendo sobre temas espinosos (corrupción del gobierno de su padre, hallazgo de cocaína en la empresa de su hermano, su inexperiencia laboral, los casos de esterilización forzada). A pesar de que no hubo incidentes mayores, la aplicada Fujimori tomó nota de la lección.
Cuando aceptó la invitación de Steven Levitsky –antifujimorista confeso– para presentarse en Harvard, tomó las precauciones del caso. Propuso dirigirse al público en español (para evitar el más mínimo error de interpretación de su discurso); fijó la reunión con catedráticos antes de la sesión pública (para procesar en privado la animadversión a su herencia política); contó con el apoyo de una imperceptible portátil de simpatizantes entre la audiencia (la cual neutralizó el proselitismo de activistas de derechos humanos que repartían volantes), y tuvo un respaldo moral importante en primera fila: Jamil Mahuad.
Pocos recuerdan la gran amistad entre los ex presidentes Mahuad y Fujimori, relación cuajada durante la negociación del acuerdo de paz entre Ecuador y el Perú. Por esas coincidencias del destino, sus respectivas hijas fungieron como primeras damas, acercándolas amicalmente. (De hecho, Paola Mahuad estuvo en la boda de Keiko en Lima). Al enterarse de la visita de la hija de su amigo a Boston, el político exiliado en la academia norteamericana canceló compromisos. Solo un ex presidente desprestigiado en su país conoce las ingratitudes de la política. Pero en Harvard, su sola presencia proyectaría un matiz importante ante la cruel audiencia que aguardaba a la “hija del dictador”: para ser justos, el autoritario Fujimori había firmado una paz internacional. Así, los aplausos a Mahuad al inicio del evento también fueron –paradójicamente– un reconocimiento a Alberto Fujimori. La principal oradora no podía sentirse más cómoda.
Keiko no lució como una “candidata de derecha”, como esperaban los sabios de Harvard, y el corazón de la elitista academia gringa tuvo que ser condescendiente con ella. El impacto en Lima –interpretado como “giro”– fue inmediato. Recalcitrantes líderes de opinión antifujimoristas ensayaron el beneficio de la duda. Aunque la oposición dura al fujimorismo nunca va a dar concesiones, la menos fundamentalista aguarda expectante mayores señales de cambio. Así, ese magro electorado “paniaguista” que influyera en la apretada segunda vuelta del 2011 (recuerden, por ejemplo, el pronunciamiento de “politólogos contra Keiko”) se ha dividido. Keiko debe tal logro a quienes antes le conferían certezas y hoy, al menos, no pueden disimular sus dudas.
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