El presidente del Congreso, Luis Iberico, ya ha adelantado que la primera tarea de la nueva legislatura será aprobar las reformas electorales, porque de lo contrario no regirán para las elecciones del próximo año. Hay solo dos meses para hacerlo, y siendo el tiempo corto lo que se requiere es un debate intenso para legislar bien y no meter la pata introduciendo cambios que generen nuevos problemas.
Pues el tema es complejo. El objeto de las reformas es reconstruir un sistema de partidos y contener la infiltración de origen ilegal. El financiamiento público de los partidos y facilitar tributariamente las donaciones privadas formales ayudan a ambos objetivos, por razones obvias. También la eliminación del voto preferencial, porque elimina la lucha fratricida entre candidatos del mismo partido (que incluso apaga la voz del candidato presidencial), y cierra la puerta a las redes ilícitas que buscan candidatos al Congreso para financiarlos.
Se dirá que la eliminación del voto preferencial tampoco elimina del todo el peligro del financiamiento ilegal porque los candidatos querrán comprar buenos lugares en la lista partidaria. Esto se controlaría con procesos transparentes de elecciones internas o primarias, aunque en muchos partidos no hay masa crítica para realizar tales elecciones. Porque no son partidos, sencillamente.
Entonces viene la pregunta de fondo: ¿es posible realmente reconstruir un sistema de partidos en una era en la que estos han pasado de moda y las tecnologías de la comunicación facilitan la participación directa en desmedro de la intermediación partidaria? ¿No será un esfuerzo vano?
Porque una alternativa sería sincerar lo que tenemos e institucionalizar una democracia sin partidos o con partidos personalistas que duren el período de vigencia de su líder. Habría entonces que abrir el juego y bajar las vallas para que puedan ser candidatos presidenciales todos los que deseen serlo y fomentar así un proceso de selección natural de líderes carismáticos y personalistas con maquinaria electoral propia.
Pero esto sería consagrar la volatilidad, la fragmentación congresal y la anarquía territorial, porque tendería a repetirse, por ejemplo, lo que pasó en Tía María, donde ningún alcalde pertenecía a algún partido nacional presente en el Congreso, de modo que no había comunicación ni compromiso nacional posibles.
Mientras la democracia liberal siga contando con un Congreso, se requiere, para la gobernabilidad, que haya el menor número de partidos posible y que estos tengan presencia en los niveles subnacionales, para facilitar tanto la coordinación y fiscalización horizontal como la representación vertical, de abajo hacia arriba, la comunicación fluida entre lo local y lo nacional.
Para eso son buenas las reformas arriba mencionadas, a las que hay que agregar una valla crecientemente alta para las alianzas, requisitos mucho más fuertes para los movimientos regionales, la elección congresal junto con la segunda vuelta y no con la primera como propone Tuesta, y distritos electorales más pequeños o uninominales para que los electores puedan escoger mejor y sepan quién es su representante. Lo que no tiene sentido es sobrerregular el funcionamiento interno de los partidos (número de comités, modos de elegir, etc.), porque eso no es realista. Hay que facilitarles la vida, como a las empresas.
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Kenji Fujimori sobre inseguridad ciudadana: “Blandos se disfrazan de duros” ►http://t.co/gXze9OQ7t9 pic.twitter.com/7tQ5rFE4Ae— Política El Comercio (@Politica_ECpe) agosto 7, 2015