Hoy se debate en el Tribunal Constitucional si es que se admite o no la demanda competencial presentada por Pedro Olaechea contra la disolución del Congreso. No se va a decidir quién tiene la razón, sino, simplemente, el TC abriría la puerta a una decisión suya sobre el tema.
Para ser clara, mi posición es que la disolución del Congreso estuvo fuera de la legalidad. La “negación fáctica” de la confianza no es una figura contemplada por la Constitución, sino una interpretación hecha por el gobierno y la única institución con autoridad para interpretar la Carta Magna es el Tribunal Constitucional. En esa línea, la conclusión lógica de la situación en la que nos encontramos sería que el TC defina si es que el análisis de Vizcarra fue correcto o no.
Por ello llama mucho la atención aquellas voces que descartan ese camino por considerarlo poco práctico. “Ya empezaron las elecciones”, “el país ya siguió su rumbo” y argumentos similares, hacen fila para justificar que en el Perú la institucionalidad se define de facto. Bajo esta lógica, si en el futuro hay dudas sobre la disolución de un poder del Estado, bastaría con que nadie pitee el tiempo suficiente, para dar la situación por bendecida por falta de hinchada en la tribuna.
Ahora bien, no existen solo los pragmáticos defensores del ‘ya para qué’. También hay quienes actúan proactivamente en contra de la demanda competencial, entre ellos, el propio gobierno.
-‘Fair play’-
En el fútbol existe el término ‘fair play’ o juego limpio para describir aquellas actitudes que, más allá del reglamento, reflejan los valores del deporte. Por ejemplo, botar la pelota al lateral si ves a un jugador del equipo rival lesionado.
El equivalente político de esta figura hubiese sido que Martín Vizcarra omita el título con el que Pedro Olaechea firmó la demanda competencial (presidente del Congreso) y deje que el recurso siga su camino en el TC. Sin embargo, el presidente optó por imponer su músculo y solicitar que se denuncie al presidente de la Permanente por usurpación de funciones –sugerencia que el procurador de la PCM aceptó con celeridad–.
Lo que parece decir el presidente con esta actitud es que el pronunciamiento del TC no es necesario y que su decisión ha estado más allá de cualquier duda razonable.
Si lo que el órgano constitucional va a decidir es si la disolución del Congreso fue válida o no, hay un universo paralelo en el que Olaechea aún es presidente del Legislativo. En el hipotético –e improbable– caso de que el TC falle en contra del Ejecutivo, el Parlamento no habría dejado nunca de existir y, por ende, la firma de Olaechea sería la correcta. Así, el presidente pudo haber esperado hasta luego de la sentencia del TC para tomar una decisión respecto a su rival político que esté avalada por una institución que no sea él mismo. Lastimosamente, no optó por ese camino.
Hoy, el Tribunal Constitucional tiene la inmensa responsabilidad de zanjar un capítulo delicado de nuestra historia. Esperemos que no escape a su deber frente a estos asuntos y que admita la demanda competencial respecto a la disolución del Parlamento.