El primero, sobre el pasado inmediato. Hace tiempo que los politólogos discutimos sobre cómo caracterizar el régimen político bajo Evo Morales. En el marco de las evaluaciones sobre la calidad de la democracia, solíamos decir que en Bolivia se había avanzado significativamente en democratización social, pero había problemas serios con la dimensión institucional y el equilibrio de poderes. Algunos decíamos que desde que Morales desarrolló una lógica de cooptación y control de las instituciones políticas claves, podía hablarse ya de un régimen autoritario. Ya la reelección del 2014 fue fruto de una cuestionable interpretación auténtica a la usanza de la de Alberto Fujimori en el 2000, y la de este año, resultado de una maniobra por la cual Morales consiguió que el Tribunal Constitucional pasara por encima de la decisión del referéndum de febrero del 2016. Esto mediante una resolución según la cual poner límites a la reelección “viola sus derechos humanos”, amparándose supuestamente en la Convención Americana de Derechos Humanos. A estas alturas, ya era evidente que Morales encabezaba una forma de régimen autoritario. Simpatizantes de concepciones “sustantivas” de la democracia defendían a Morales desdeñando el respeto a los procedimientos democráticos: muchos de ellos ahora denuncian la ocurrencia de un golpe de Estado y exigen el respeto estricto al Estado de derecho. Una gran lección.
Segundo, sobre los logros de Morales. No se puede negar que a Evo Morales lo acompañó un abrumador respaldo ciudadano: ganó en el 2005 con el 53,7%, se reeligió en el 2009 con el 64,2%, y nuevamente en el 2014 con el 63,4%. Logró un respaldo que iba más allá de los sectores populares, que incluyó a los medios y buena parte de los altos. El crecimiento económico y la reducción de la pobreza legitimaron su gobierno, y es destacable que si bien bajo Morales se renegociaron los contratos de explotación con empresas extranjeras en el sector hidrocarburífero, se mantuvo la ortodoxia macroeconómica. Sin embargo, con el final del ‘boom’ de los precios de nuestras exportaciones, las cosas cambiaron: desde el 2014, Bolivia tiene déficit fiscal como no lo tenía desde el 2005, llegó a -8,3% en el 2018, el peor de toda la región después de Venezuela (el del Perú fue -2,5%), nivel casi tan malo como el del 2002 (-8,8%), cuando Morales encabezaba las protestas en contra de Gonzalo Sánchez de Lozada. Y desde el 2015 enfrenta un creciente déficit comercial como no lo tenía desde el 2003. Es decir, en materia económica, Morales ha incubado una crisis que reventará en un tiempo no muy lejano, como aquella en contra de la cual Morales se levantó a inicios de siglo. El círculo se cierra. Parece claro que el objetivo de la reelección no solo se llevó de encuentro a la institucionalidad democrática, también supeditó un manejo responsable de la economía.
A pesar de todo, el desgaste de Morales abrió la puerta para una elección competitiva en octubre. No se puede negar que, a pesar de haber perdido un respaldo importante, tanto de sectores medios como de sectores populares, Morales y el MAS todavía podían presentarse como la primera fuerza política del país; en octubre, el MAS ganó la mayoría absoluta tanto de los diputados como de los senadores. La definición de un autoritarismo competitivo. La pregunta era si había una diferencia suficiente para evitar una segunda vuelta, de pronóstico incierto. En medio de un resultado muy ajustado, de un ambiente polarizado, se necesitaba una autoridad electoral confiable, la que no existía. Por ello, la controversia sobre si ocurrió o no un fraude (sigo).