Como los nevados andinos en tiempos recientes, el precario sistema político instalado el 2001 parece estar sufriendo un prolongado deshielo. El signo más notorio de este proceso es el comportamiento de los miembros de la oposición en la Comisión Permanente, que se resisten a admitir el nuevo escenario tras la controversial disolución del Congreso por parte del presidente Martín Vizcarra. La población parece cada vez menos interesada en escuchar sus voces.
De alguna manera, el proceso se inició cuando el Congreso y el Ejecutivo se instalaron en julio de 2016. Ni el Ejecutivo, ni la oposición fujimorista mayoritaria y sus aliados –que controlaba el Congreso–, ni las fuerzas políticas que terciaban en la contienda (la izquierda, Acción Popular, APP) fueron conscientes del complejo momento que implicaba para el país tener un gobierno sin una correlación parlamentaria sólida. Ni qué decir de la irresponsabilidad que tuvieron varias agrupaciones al seleccionar a sus candidatos al Parlamento, que –en muchos casos– exhibían un prontuario en vez de una hoja de vida.
Cuando se instaló Vizcarra en el poder, en marzo del año pasado, pareció asentarse una época de convivencia. No debe olvidarse la presentación de una ley en Palacio de Gobierno, con el que entonces era presidente del Congreso, Luis Galarreta, como uno de los invitados (27/3/2018); o la presencia del hoy acérrimo opositor a Vizcarra, Salvador Heresi, en el primer Gabinete de Vizcarra (2/4/2018).
Pronto, sin embargo, esto cambió. El paso definitivo fue el mensaje a la nación del 28 de julio de 2018, en que se convocó a un referéndum y a un set de reformas por ahora fallidas, pero de gran impacto político: se logró maniatar a la oposición.
Hace casi un año, esta columna se tituló “El (inicio del) fin del posfujimorismo” (El Comercio, 30/10/2018). El tramo iniciado a finales del 2000, tras la instalación del breve gobierno de transición de Valentín Paniagua, empezaba a mostrar sus momentos finales.
Once meses después, y tras varios desenlaces judiciales (que incluyeron varios arrestos, una denegada solicitud de asilo y hasta el trágico final de una vida), Vizcarra continuó ese lento proceso de desgaste. Carente de resultados que mostrar en el frente gubernamental, el régimen ha continuado acompañando (¿y alentando?) el paulatino fin de una era.
Cuando los ‘vladivideos’ golpearon al gobierno fujimorista instalado a la fuerza el año 2000, este empezó a desmoronarse. El estruendoso derrumbe terminó de consumarse solo algunas semanas después, con la huida de Fujimori; tras él, se construyó un frágil andamiaje político, que convivió con la solidez macroeconómica.
Hoy, en cambio, se vive algo similar a un deshielo: lo sólido convirtiéndose en líquido. El proceso no toca al régimen (que –más bien– ha tenido el rol de un ardiente día soleado), sino a la clase política que entró en escena en el nuevo milenio. Lo que surgirá tras el silente derretimiento dependerá, en gran medida, del aprendizaje acumulado a trompicones.