Más de un mes después de la segunda vuelta, y a tan solo dos semanas del 28 de julio, seguimos sin tener un presidente proclamado por las autoridades electorales. Independientemente de los recursos legales y de la ya manifiesta negativa de Keiko Fujimori a reconocer los resultados finales, sigo viendo con preocupación una tendencia a escamotear el modelo económico de explicaciones detrás del voto por Pedro Castillo. Esa estrategia no funcionó en esta elección, y es muy probable que tampoco funcione si se eleva como única defensa de la Constitución del 93.
La culpa suele ser del aparato estatal, o de no saber comunicarle a la gente los logros del modelo. Y para que quede claro, algo de cierto hay en ello. Hay serias deficiencias en la provisión de servicios y bienes públicos que provocan un malestar persistente entre la ciudadanía, y las reformas de mercado han provocado una revolución en el país, pero no han llegado a todo el territorio por igual. Sin embargo, dejar de lado el impacto desigual del modelo económico como determinante del voto por Castillo no es solo equivocado sino también peligroso.
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Veamos algunos ejemplos. En su columna del 17 de junio, “El país que jugaba a los dados”, Diego Macera del Instituto Peruano de Economía (IPE) hace un valioso llamado a la reflexión y a la humildad para entender el triunfo de una visión económica “radicalmente diferente a la actual”. Sin embargo, entre las razones de fondo que identifica están los sospechosos comunes: el Estado, los partidos políticos, la “narrativa”.
El domingo pasado, Jaime Reusche marcaba una línea similar desde el título: “El Estado y la comunicación fracasaron, el modelo, no”. Como en el texto de Macera, hay una defensa cerrada de los números detrás del crecimiento económico y de la reducción de la pobreza que buscan eximir de culpa al modelo. Y un énfasis en el fracaso del “torpe” Estado, donde “la corrupción, ineficiencia, actividades turbias y los intereses arraigados reinan” (mas ni por asomo en el sector corporativo y empresarial).
Y, sin embargo, a Castillo le fue muy bien ahí donde el Estado mejor funciona. El propio IPE, en la última edición de su Índice de Competitividad Regional (Incore) identifica la posición relativa de las 25 regiones a través de seis pilares (entorno económico, infraestructura, salud, educación, laboral e instituciones), con indicadores que pueden ser un buen reflejo de la presencia estatal. Los cuatro primeros lugares fueron ocupados por Lima, Moquegua, Tacna y Arequipa. Salvo en Lima, donde alcanzó 35% del voto, Pedro Castillo arrasó en Moquegua y Tacna (73% en ambas regiones) y ganó con holgura en Arequipa (65%).
Una explicación preliminar algo más compleja, que atienda tanto a las limitaciones del Estado como del mercado, se podría basar en lo que el gran economista Albert Hirschman llamó el “efecto túnel”, una analogía para explicar el distinto grado de tolerancia a la desigualdad en la sociedad. Dentro de un túnel, en una vía de dos carriles, todos los carros se detienen por el tráfico. Después de un momento, mientras unos vehículos avanzan muy rápido por un carril, otros que ven la misma luz al final del túnel con esperanza inicial ante el movimiento a su lado, desesperan cuando su turno no llega y permanecen parados en el tráfico o avanzando más lento en su carril.
No es que “jugamos a los dados” o que “varios millones” votaron “con el hígado”, como dicen Macera y Reusche. Y esto es importante porque se pretende esgrimir el mismo mensaje para defender las virtudes del régimen actual (ver columna de ayer de Ian Vásquez en este Diario) y evitar el camino constituyente. Y como ya vimos el 6 de junio, esa no parece ser una estrategia ganadora.