Los presuntos sobornos que recibió el presidente Vizcarra cuando fue gobernador de Moquegua podrían ser parte de la explicación de las tácticas que usó a lo largo de su mandato: confrontar al Congreso sistemáticamente, disolverlo, y converger con José Domingo Pérez para encarcelar a opositores políticos (según Karem Roca, hay un vínculo entre ambos).
Convertido así en el campeón anticorrupción, adquiría una popularidad y un poder que hacían muy difícil que algún investigado del ‘club de la construcción’ se atreviese a denunciar pagos al presidente, y si lo hacía no tenía eco en los fiscales. Se tuvo que filtrar la información, con un Vizcarra ya sin armas, para que los fiscales reaccionaran.
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La manera más eficaz de blindarse, de anular o inhibir cualquier denuncia, era convertirse en el gran héroe anticorrupción, confrontando y disolviendo, mientras opositores eran encarcelados. La mejor defensa era el ataque.
Eso explicaría por qué buscó la confrontación en lugar de la concertación para sacar adelante las reformas judicial y política. La colaboración era posible porque Keiko Fujimori había saciado su sed de venganza con la salida de PPK y no estaba predispuesta contra Vizcarra. Además, la bancada fujimorista había perdido la mayoría absoluta, las propuestas de reforma judicial no tenían resistencias insalvables y en la reforma política había consenso en torno a la más importante: la bicameralidad.
Sin embargo, optó por la confrontación. El 28 de julio del 2018 le declaró la guerra al Congreso al proponer un referéndum en el que se consultara, entre otras cosas, la no reelección de los congresistas, ¡de los que estaban allí sentados! Es cierto que una profunda reforma institucional era un clamor de años que la mayoría fujimorista, sin voluntad constructiva, había desdeñado, pero poner por delante la no reelección revelaba que su verdadero propósito no era reformista sino político y punitivo. Estaba haciendo populismo político.
Y lo que lograba con esa bofetada era crear en el Congreso un clima poco predispuesto a una discusión racional y constructiva, de manera que los temas solo pudieran sacarse por medio de cuestiones de confianza, a la fuerza. Llevaba al Parlamento —con la complicidad activa de la primera mayoría— a ponerse en una posición vista como obstruccionista, de manera de incrementar el rechazo de la opinión pública a esos congresistas.
Ese rechazo al Congreso le sirvió a su vez para generar una nueva crisis política al demandar el adelanto de elecciones en julio del 2019, que desembocó en la disolución del Congreso con el artilugio falaz de la “denegación fáctica” de la confianza sobre un tema que era de competencia exclusiva del Congreso. Su popularidad trepó al cielo. Quizá jugó también que la Comisión de Fiscalización estuviese investigando las obras de Moquegua, pues la disolución se produjo dos semanas después de haber citado al hermano del presidente, César Vizcarra.
El resultado final es que la institucionalidad política se ha precarizado más que nunca: se eliminó la reelección y por lo tanto la carrera política y la consolidación de una clase política profesional; partidos importantes quedaron semidestruidos y se fragmentó más que nunca el sistema partidario, y se institucionalizó la disolución del Congreso por “denegación fáctica” de la confianza. Felicitaciones.