Si Venezuela vive el secuestro de su democracia por una dictadura, el Perú vive el secuestro de su Estado a manos de una burocracia gubernamental, legislativa y judicial que tiende a atrofiarlo y fosilizarlo cada vez más.
A estas alturas podríamos decir que hemos llegado a la transición de un Estado que sencillamente no funciona a otro casi visiblemente en shock hemipléjico.
Excepto algunos chispazos voluntariosos como los del nuevo primer ministro, Pedro Cateriano, que buscan oxigenar el último tramo del gobierno, dotándolo a este de autoridad y gestión ordenada, el Estado no puede ocultar su debilidad ante la extorsión antiminera violentista, su impotencia ante una Corte Interamericana de Derechos Humanos que pretende imponerle nuevos juicios a terroristas sentenciados, y su pérdida total de energía ante la impunidad de quienes han hecho y siguen haciendo de las entidades públicas y sus presupuestos un festín de enriquecimiento ilícito.
Ahora ya es común constatar que las facturas de campañas electorales se pagan como letras de cambio en la caja fiscal, a sola firma de quien luego puede calificar como “refugiado político” en cualquier país vecino de relajada legalidad.
Quien más se llena la boca hablando de llevar el Estado de aquí hacia allá es el presidente Ollanta Humala, como si en cada inauguración de una obra cualquiera, en las remotas provincias del país, él pudiera transportar el Estado en una maleta y sobre ruedas. El Estado es más que una metáfora política en una plaza pública. Su presencia en el Perú profundo, si es que la queremos de verdad, tiene que ser fruto de un trabajo gubernamental y legislativo serio y a pulso, que no frustre ni engañe a nadie como tampoco remueva los sueños de quienes quizás ya no los tienen.
Le resulta muy fácil al poder gubernamental valerse de las escasas fortalezas del Estado, a través de sus registros de propiedad y ahora hasta de identidad, para espiar a cuanto ciudadano (sea empresario, político, funcionario público o periodista) puede parecer sospechoso de mil cosas. La inseguridad de la cúpula de poder se vuelve paranoica y consiguientemente intolerante y autoritaria. Y como los servicios de inteligencia están bajo manejo militar, sin control democrático civil, la vida privada ciudadana y sus comunicaciones son fácilmente violentadas.
Ojalá que al momento de que esta columna se publique hayan acabado las vacilaciones del primer ministro, Pedro Cateriano, y del ministro del Interior, José Luis Pérez Guadalupe, para imponer el estado de emergencia en las zonas convulsionadas por la violencia antiminera y se hayan disuelto las presiones gubernamentales sobre el Congreso para arrancarle facultades legislativas bajo la velada amenaza presidencial de cerrarlo.
El principio de autoridad que necesita recuperar el Perú no es el de la fuerza ni el de la amenaza, sino el del respeto a nuestro estado de derecho, que por más debilitado y zarandeado que luzca, constituye el sostén angular de una democracia a la que el oficialismo quisiera convertir en el río revuelto de su impunidad presente y futura.
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Tras muerte de policía, Pérez Guadalupe dice que en Islay hubo “manifestación criminal” ► http://t.co/w6miF8iN2s pic.twitter.com/4Zo8wBZ7Sq— Política El Comercio (@Politica_ECpe) Mayo 10, 2015