Ya hemos dicho que la falta de un acuerdo político entre el Ejecutivo y Fuerza Popular no solo impide que avancemos en las reformas sino que otorga patente de corso a la legislación clientelista y antirreforma, como viene ocurriendo. Pero hay un tema que no requiere un acuerdo con el Ejecutivo porque es tarea exclusiva del Congreso: la reforma política.
¿Está el Congreso asumiendo con suficiente responsabilidad esa reforma? El grupo especial presidido por Patricia Donayre hizo un esforzado trabajo que culminó en un proyecto de ley electoral nada menos que de 423 artículos. Por eso, ella se ha sentido ofendida cuando la Comisión de Constitución ha considerado ese trabajo solo como un “insumo” y no como un predictamen.
Pero no debe resentirse, porque es cierto que ese proyecto necesita ajustes (siempre y cuando estos no lleven a “descuartizarlo”). Contiene importantes avances, pero también hay inconsistencias. Por ejemplo, mantiene la muy alta barrera del 4% de los electores para inscribir un nuevo partido, pero no obliga a que las elecciones internas de los partidos sean primarias ni que sean organizadas por los organismos electorales. Si se hace difícil abrir nuevos partidos, los que existen deben ser abiertos y garantizar elecciones internas limpias para quienes quieran participar o incorporarse a un partido existente.
Pero el problema principal del proyecto es que mantiene el voto preferencial y no modifica los distritos electorales. Menos aun restablece la bicameralidad. No hay reforma, en suma. Se argumenta que todo ello se vería en una segunda etapa, cuando se discutan los cambios constitucionales. Pero debió ser al revés: primero la Constitución y de ella derivar la ley. Ese es el orden lógico. Y, sobre todo, no se ha hecho una discusión acerca de cuáles deban ser los objetivos de la reforma. Sin saber qué objetivos buscamos, solo produciremos cambios inconsistentes o que respondan de manera inconexa a la agenda de algunas ONG o a intereses inmediatos de los partidos o congresistas, pero no a una lógica sistémica.
Por ejemplo, si los objetivos fueran menos partidos más institucionalizados y mejorar la representación y la gobernabilidad, no se habría puesto una valla para las alianzas que incremente solo 1% por cada partido aliado, sino 2 o 2,5%. No se habría mantenido el voto preferencial –que desarma los partidos y los mensajes– sino que se lo habría canjeado por distritos pequeños uni o binominales para la Cámara de Diputados y un distrito nacional único para el Senado. Pues distritos pequeños en los que el ciudadano sabe quién es su representante y se relaciona con él, ayudan tanto a construir verdaderos canales de representación como reducir el número de partidos. Matan dos pájaros de un tiro.
Es importante comenzar con una discusión acerca de qué objetivos buscamos, y hacer los cambios que ayuden a lograrlos y que sean consistentes entre sí. Quizá incorporar a especialistas. El Congreso está a tiempo.
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