Albergar una final es otra forma de jugarla. Solo saber que en nuestra capital se celebrará el partido decisivo de la Copa Libertadores de este año nos ha hecho sentir repentinos partícipes de la historia, súbitos protagonistas de los sucesos relevantes en que inopinadamente somos involucrados y que narraremos a nuestros nietos en un almuerzo dominguero en veinte o treinta años. Lo haremos porque como individuos comunes y ordinarios solo nos queda ser parte de una anécdota única y extraordinaria.
No es una circunstancia a la que mi generación esté acostumbrada. La experiencia en finales acaecidas sobre nuestro suelo nos ha sido legada a cuentagotas. Podemos considerar en ese limitado bagaje aquella inolvidable de la Copa América del 2004, entre Argentina y Brasil, en el viejo Estadio Nacional. Aún recuerdo el rostro funerario de Bielsa cuando perdió por penales un partido que tenía asegurado cuatro segundos antes de la conclusión del tiempo de descuento. Asimismo, existe la felicidad de la Sudamericana conquistada por Cienciano ante River en Arequipa, hace ya dieciséis años que han pasado con cruel velocidad. Hay otras finalísimas locales que son parte de la memoria del videotape en blanco y negro, como la Copa América de 1975 (el partido decisorio fue en Caracas, pero el primer encuentro de la serie final se jugó en Lima).
Pero hoy quiero escribir acerca de, tal vez, la menos evocada de todas: aquella de la Libertadores de 1972 entre Universitario e Independiente.
Soy hincha del rival histórico de los cremas, pero habría que ser muy mezquino para negar la importancia de ese subtítulo en nuestra tradición futbolística. No solo fue la primera final de aquel certamen disputada por un club peruano, sino también la primera a la que llegaba un equipo del Pacífico. Dos hazañas para un país que no ha destacado en lo que a sus instituciones deportivas se refiere.
Como ocurre con casi todas las finales, lo que más se recuerda no es qué ocurrió en esta, sino cómo se llegó hasta allí.
Siendo objetivos, ese equipo de Universitario de Deportes estaba compuesto por una serie de nombres que podían medirse sin complejos contra cualquiera de los grandes clubes de la región. El arco era resguardado por el argentino Humberto Horacio Ballesteros, quien no fue llamado a la selección por órdenes directas del dictador Velasco. Portero seguro, de buen servicio y reflejos fulmíneos. En la defensa destacaban Héctor Chumpitaz, Eleazar Soria, Julio Luna y Félix Salinas. El mediocampo exhibía la calidad de Rubén Techera, Hernán ‘Cachorro’ Castañeda y Luis Cruzado. Pero fue en la delantera donde ese equipo de la U descollaba. Solo enumerar los nombres basta para comprender su tremendo poder ofensivo: Percy Rojas, Oswaldo ‘Cachito’ Ramírez, el ‘Loco’ Héctor Bailetti, Juan José Muñante y un bisoño pero prometedor Juan Carlos Oblitas. Su entrenador, el uruguayo Roberto Scarone, poseía ingente material para escoger en la línea de ataque. Los arietes suplentes más jóvenes –Percy Vílchez, Pedro Aicart– parecían meras comparsas con poca oportunidad de alternar. No sería así. Pero vamos paso a paso.
Garra, la de antes
La U se había coronado campeón peruano en 1971, relegando al Alianza del que Teófilo Cubillas era referente y semidiós. Ambos clasificaron a la Libertadores y fueron encuadrados en el mismo grupo con dos clubes chilenos: Universidad de Chile y Unión San Felipe. Desde esa primera fase, Universitario demostró cuál sería la tónica de su participación copera: recio en el juego, representante digno de la llamada garra crema, peligroso pero intermitente en la ofensiva y de franca confusión en la zaga cuando se insinuaba la presión del rival. En ese entonces la Copa Libertadores era cosa seria. Solo accedía a la segunda fase el primer clasificado de cada grupo. Esa U lo logró con justicia. Obtuvo ocho puntos, se mantuvo invicta en casa y marcó nueve goles: cinco por parte de Percy Rojas, dos de Bailetti y dos de ‘Cachito’. Por otro lado, encajó seis tantos, la mayoría producto de un desorden defensivo que se explicaba en parte por la ausencia de Chumpitaz, producida por una lesión; recién pudo regresar en el último partido del grupo, contra la Universidad de Chile en Lima. Universitario lo ganó y se consagró semifinalista por 2-1. El primer tiempo fue tan hegemónicamente crema que El Comercio lo registró así: “Luna hizo que el puntero chileno Sacías entrara en cuarto menguante. Bailetti fue para su marcador algo así como el Geniograma difícil. Encontrar la forma de parar a Universitario fue para Ulises Ramos una verdadera odisea”
Por esos años, la segunda fase de la Libertadores estaba conformada por dos grupos de tres equipos cada uno. La U compartió el suyo con los dos históricos uruguayos, Peñarol y Nacional. Complicado, difícil. Más complicado y difícil cuando Lajos Baroti, el entrenador de la selección, convocó a Chumpitaz, Salinas, Muñante, Rojas y Bailetti para la nefasta Gira de los Tres Continentes en la que no ganamos un solo partido. El presidente de Universitario, Rafael Quirós, le pidió oficialmente a su homólogo de la Federación, José Salom, que dejara sin efecto esa convocatoria, pero no tuvo éxito. De atesorar una variedad de conspicuos delanteros, Scarone se halló abruptamente en déficit. Para el primer partido de las semifinales, contra Peñarol en Lima, las modificaciones que dispuso no sirvieron de mucho, pues se perdió 2-3. El hincha no acompañó a sus jugadores. Ni siquiera llenó la mitad del estadio. Para empeorarlo todo, el veterano ‘Puñalada’ Calatayud fue expulsado, disminuyendo aún más las opciones de ataque del equipo, y después un rabioso aficionado se metió a la cancha para asestarle un puñetazo al árbitro argentino Goicochea. Lo único rescatable de aquella fecha fue el gol del juvenil Percy Vílchez, quien entró por Oblitas, mostrándose como una insospechada alternativa ante los siguientes retos que aguardaban.
El 24 de febrero Universitario mejoró mucho su performance y goleó al Nacional en Lima por 3-0, ante apenas catorce mil espectadores. Es sin duda uno de los más importantes partidos de la historia del equipo de Odriozola y la noche inolvidable de Percy Vílchez, quien hizo el primer y tercer gol (el segundo fue obra del intratable ‘Cachito’). El tanto final, a los 90’, es una obra maestra: Vílchez y la magia de sus veinte años se llevaron dos veces –a través de pícaras fintas– al curtido arquero brasileño Manga –titular de su selección en el Mundial de Inglaterra 66–, haciéndolo gatear hasta postrarlo, demolido y humillado. Vílchez, solitario frente al arco, tras unos segundos que al asombrado hincha merengue se le antojaron horas, remató. El resto sería vulgar prosa si es que Nicomedes Santa Cruz no hubiera inmortalizado la jugada de Vílchez con estos versos: “Y el último gol fue mojiganga / que hizo comer tierra a Manga”.
Como ocurre con muchos otros goles trascendentales hechos por un peruano, no se conserva ningún video de esa anotación. Los encargados de la televisión secuestrada por la dictadura militar se encargaron de borrarlo. Solo quedan de él algunas fotos dispersas.
El siguiente partido empataron 3-3 con Nacional –vigente campeón intercontinental– en Montevideo. Fue un match vibrante. Ballesteros le tapó un penal a Maneiro a los 21’ y la U se colocó 3-1 arriba, pero una absurda expulsión de Cruzado y los incurables errores defensivos de siempre desembocaron en una agridulce igualdad. Resultó, además, uno de los grandes partidos de ‘Cachito’ Ramírez, quien hizo los tres goles cremas de la jornada. En el último partido contra Peñarol, Percy Vílchez volvió a marcar, a los 60’, pero lo expulsaron faltando cinco minutos tras caer en las provocaciones uruguayas. De todos modos, su gol fue esencial para obtener el empate a uno y de esa manera clasificar a la final de la Libertadores a través de una ajustada diferencia de goles. Vílchez, de ser un oscuro y anónimo suplente, se hizo repentinamente popular. Durante su paso por Uruguay, el chiquillo nacido en Salaverry se convirtió en sensación. Fue invitado a un programa de entrevistas de la televisión charrúa junto al cantante italiano Doménico Modugno. La apoteosis, en suma.
La final consistía en dos cotejos de ida y vuelta contra Independiente de Avellaneda. Le tocó a Universitario ser local el 17 de mayo. Pero antes hubo de sobrevivir a una ardua polémica. Los seleccionados ya habían regresado de la gira europea; la prensa y los aficionados no se ponían de acuerdo sobre si alinear al mismo equipo que había arribado hasta esa instancia o incorporar a los recién llegados. ‘Cachito’ le sugirió a Scarone que mantuviera la alineación sin cambios, pero el entrenador, cuyas malas decisiones con el tiempo se volverían proverbiales, trastocó la nómina y así enfrentó a los argentinos. El primer partido fue en un Nacional repleto, pero el equipo nunca se sintió cómodo ante Independiente, mucho más regular en sus líneas. Acabó 0-0. En el de vuelta se discutió el regreso de Vílchez, pero ya era demasiado tarde. Los rojos vencieron por 2-1 y Percy Rojas marcó el único gol que hasta la fecha un connacional ha firmado en una final de la Libertadores: un extraño rebote que el ‘Trucha’ pescó y añadió faltando once minutos para el pitazo exterminador.
El héroe discreto
La figurita difícil de ese torneo es Percy Vílchez Pantoja, un nombre que se deslizó lentamente hacia el olvido. Su actuación resultó determinante para que la U disputara la final de la Copa. Hablan los números: ‘Cachito’ y Percy Rojas anotaron seis goles por cabeza en 970 y 691 minutos respectivamente; Vílchez hizo cuatro en apenas 275, todos en las semifinales. Cuenta la leyenda que fue descubierto por los dirigentes de Universitario cuando jugaba por el Boca Juniors de Chiclayo y le hizo cinco goles al Alianza Atlético de Sullana. Ese mismo día lo convencieron de viajar a Lima. Fue campeón con la crema en 1971 y subcampeón en tres oportunidades. Pero a pesar de esos comienzos tan deslumbrantes, el resto de su vida profesional no se desarrolló a la altura de lo esperado.
Con la Blanquirroja no tuvo mayor fortuna. Manga, su más célebre víctima, preguntó en una ocasión a Pocho Rospigliosi cómo era posible que Vílchez no fuera seleccionado peruano. En una entrevista a la revista trujillana OK, realizada en el 2014, este ensayó una explicación: “Me seleccionaron dos veces, pasé el partido de práctica. No me consideraron luego, no por mis condiciones, sino por otros factores. La selección está manejada por grupos, equipos y empresarios. Pero, a pesar de eso, nunca me sentí menos que nadie”.
Su estancia posterior en Universitario tampoco fue armoniosa. La lucha por el titularato provocó que brotaran asperezas con el ‘Trucha’ Rojas. “Por el hecho de jugar en la U durante varios años se creía dueño del puesto. Siempre sucede que al nuevo lo tratan de opacar”. Vílchez asegura que, no obstante, la hinchada estaba con él, que coreaba su nombre y que la prensa empezó a tildarlo como “el suplente de oro”. Como no tenía lugar en el equipo, pidió que lo vendieran. La desmedida ambición de los dirigentes no lo permitió. Nacional de Uruguay ofreció comprarlo, pero la U le puso un precio prohibitivo. Después los dirigentes del Botafogo se reunieron en el hotel Crillón con Miguel Pellny, presidente de Universitario, y propusieron la transacción a cambio de ciento cincuenta mil dólares. Pellny sentenció que por menos de un cuarto de millón no habría acuerdo. Los brasileños dieron las gracias y eso fue todo.
Vílchez salió a préstamo hacia el Valencia de Venezuela primero y a México después, donde jugó en el Veracruz al lado de Oblitas. En una gira por Europa llamó la atención del Lyon. Le sugirieron que se quedara en Francia. La U volvió a pedir otra suma imposible y la negociación otra vez se derrumbó. En 1977, el Palmeiras se interesó por él y Germán Leguía, pero Pellny insistió en que no los vendería por cifras inaceptables. Así, casi sin darse cuenta, llegó 1983, el año de su retiro, adelantado por una lesión insidiosa. Se ha dedicado a la formación de jugadores y las últimas noticias indican que labora como director de deportes del colegio Salesiano de Breña. De vez en cuando algún viejo aficionado lo reconoce en la calle y le recuerda aquel sagrado instante en el que venció a punta de diabluras la resistencia de uno de los mejores arqueros del mundo. Él asiente y agradece. Y quizá recuerda algo que no fue. //