1984 fue un año crucial en mi vida y el 25 de diciembre lo coronó con tres ausencias. Mi abuela Clotilde, mi segunda madre, había muerto semanas antes de esa Navidad; el día anterior yo había dejado para siempre Trujillo, la ciudad que hasta entonces era el territorio que contenía todo lo que había conocido y, como tercera fatalidad, en ella se había quedado la chica de la que estaba enamorado. Era mucha carga para un inseguro chiquillo de 16 que acababa de pisar Lima en busca de un futuro.
Recuerdo que, antes de la cena, con mis padres y mi hermano menor –ellos vivían en Lima desde unos meses antes que yo–, salí a recorrer las desconocidas calles de Miraflores en busca de algún regalo.
No debe de ser casualidad que de todas las canciones que sonaban en la radio se me haya quedado Stranger in Town de Toto.
Por entonces, las hoy ordenadas calles miraflorinas eran tierra sin autoridad: cualquiera vendía artículos en las veredas de la avenida Larco y nadie les reclamaba. Compré con mi propina dos bicicletitas hechas con alambre de cobre y las cargué en el bolsillo. Seguí caminando entre el caos, sin rumbo, levantando la cabeza de tanto en tanto para observar esos edificios que entonces me parecían rascacielos y hasta ahora recuerdo vívidamente un árbol de Navidad encendido que solía armarse en lo alto del desaparecido hotel Cesar’s.
De la cena solo tengo el eco de conversaciones mustias y el poco entusiasmo con que mis bicicletitas fueron recibidas. Es que, pensándolo bien, no eran más que alambre doblado.
Muchos años después escribí una novela, cuyo inicio recoge el sentimiento de esa Navidad y, tal vez por eso, me ilusiona la posibilidad de que alguien la regale por esas fechas.