La investigación científica se basa en la relación entre la realidad de la naturaleza -adquirida mediante observaciones- y una representación de esta realidad, formulada por una teoría en lenguaje matemático.
Cuando todas las consecuencias que se derivan de una teoría se verifican de forma experimental, esta queda validada.
Este enfoque, que se ha aplicado desde hace casi cuatro siglos, ha permitido construir un conjunto coherente de conocimientos.
Pero esos avances se logran gracias a la inteligencia humana que, a pesar de todo, conserva sus creencias y prejuicios, lo cual puede afectar al progreso de la ciencia incluso entre las mentes más privilegiadas.
El primer error
En su obra maestra sobre la teoría general de la relatividad, Albert Einstein escribió la ecuación que describe la evolución del Universo en función del tiempo.
La solución de esta ecuación muestra un universo inestable, en lugar de, como se creía hasta entonces, una enorme esfera de volumen constante en la que se deslizaban las estrellas.
A principios del siglo XX, todo el mundo vivía con la idea bien arraigada de un universo estático en el que el movimiento de los astros se repetía sin descanso.
Es probable que se debiera a las enseñanzas de Aristóteles, que establecía que el firmamento era inmutable, en contraposición con el carácter perecedero de la Tierra.
Esta creencia provocó una anomalía histórica: en el año 1054, los chinos advirtieron una nueva luz en el cielo que no aparece mencionada en ningún documento europeo, y eso que se pudo ver a plena luz del día durante varias semanas.
Se trataba de una supernova, es decir, una estrella moribunda, cuyos restos todavía se pueden observar en la nebulosa del Cangrejo.
El pensamiento dominante en Europa impedía aceptar un fenómeno tan contrario a la idea de un cielo inmutable. Una supernova es un acontecimiento muy raro, que solo se puede observar a simple vista una vez cada cien años (la última fue en 1987).
Así que Aristóteles tenía casi razón al afirmar que el cielo era inmutable, al menos a la escala de una vida humana.
Para no contradecir la idea de un universo estático, Einstein introdujo en sus ecuaciones una constante cosmológica que congelaba el estado del universo.
La intuición le falló: en 1929, cuando Edwin Hubble demostró que el universo se expandía, Einstein admitió haber cometido “su mayor error”.
La aleatoriedad cuántica
Al mismo tiempo que la teoría de la relatividad, se desarrolló la mecánica cuántica, que describe la física de lo infinitamente pequeño.
Einstein hizo una contribución destacada en ese ámbito, en 1905, con su interpretación del efecto fotoeléctrico como una colisión entre electrones y fotones, es decir, entre partículas infinitesimales portadoras de energía.
En otras palabras, la luz, descrita tradicionalmente como una onda, se comporta como un flujo de partículas.
Fue por este avance, y no por la teoría general de la relatividad, por el que Einstein fue galardonado con el premio Nobel en 1921.
Pero, a pesar de ese vital aporte, se obstinó en rechazar la lección más importante de la mecánica cuántica, que establece que el mundo de las partículas no está sometido al determinismo estricto de la física clásica.
El mundo cuántico es probabilístico, lo que implica que solo somos capaces de predecir una probabilidad de ocurrencia entre un conjunto de sucesos posibles.
La obcecación de Einstein deja entrever de nuevo la influencia de la filosofía griega.
Platón enseñaba que el pensamiento debía permanecer ideal, libre de las contingencias de la realidad, lo que es una idea noble pero alejada de los preceptos de la ciencia.
Así como el conocimiento precisa de una concordancia perfecta con todos los hechos predichos, la creencia se funda en una verosimilitud fruto de observaciones parciales.
El propio Einstein estaba convencido de que el pensamiento puro era capaz de abarcar toda la realidad, pero la aleatoriedad cuántica contradice esa hipótesis.
En la práctica, esa aleatoriedad no es plena, pues está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.
Dicho principio impone un determinismo colectivo a los conjuntos de partículas: un electrón por sí mismo es libre, puesto que no se puede calcular su trayectoria al atravesar una rendija, pero un millón de electrones dibujan una figura de difracción que muestra franjas oscuras y brillantes que sí se pueden predecir.
Einstein no quería admitir ese indeterminismo elemental y lo resumió en un veredicto provocador: “Dios no juega a los dados con el universo”.
Propuso la existencia de variables ocultas, de magnitudes por descubrir más allá de la masa, la carga y el espín, que los físicos utilizan para describir las partículas. Pero la experiencia no le dio la razón.
Hay que asumir la existencia de una realidad que transciende nuestra comprensión, que no podemos saber todo del mundo de lo infinitamente pequeño.
Los caprichos fortuitos de la imaginación
En el proceso del método científico existe un paso que no es totalmente objetivo y es el que lleva a la conceptualización de una teoría. Einstein da un ilustre ejemplo del mismo con sus experimentos mentales.
Así afirmó: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. En efecto, a partir de observaciones dispares, un físico debe imaginar una ley subyacente. A veces, hay que elegir entre varios modelos teóricos posibles, momento en el que la lógica retoma el control.
Por tanto, el progreso de las ideas se nutre de lo que llamamos intuición. Es una especie de salto en el conocimiento que sobrepasa la pura racionalidad. La frontera entre lo objetivo y lo subjetivo deja de ser del todo fija.
Los pensamientos nacen en las neuronas bajo el efecto de impulsos electromagnéticos y, entre ellos, algunos resultan particularmente fecundos, como si provocaran un cortocircuito entre células, obra del azar.
Pero estas intuiciones, estas “flores” del espíritu humano, no son iguales para todas las personas.
Mientras el cerebro de Einstein concibióc² , el de Marcel Proust creó una metáfora admirable. La intuición se manifiesta de forma aleatoria, pero ese azar está moldeado por la experiencia, la cultura y el conocimiento de cada persona.
Los beneficios del azar
No debería sorprendernos que haya una realidad que sobrepase nuestra propia inteligencia.
Sin el azar, nos guían nuestros instintos, nuestras costumbres, todo lo que nos hace predecibles. Nuestras acciones están confinadas de manera casi exclusiva en ese primer nivel de realidad, con sus preocupaciones ordinarias y sus quehaceres obligados.
Pero existe otro nivel en el que el azar manifiesto es la seña de identidad.
Einstein es un ejemplo de espíritu libre y creador que conserva, sin embargo, sus prejuicios.
Su “primer error” puede resumirse en la frase: “Me niego a creer que el Universo tuviera un principio”. Pero la experiencia demostró que se equivocaba.
Su sentencia sobre Dios jugando a los dados quiere decir: “Me niego a creer en el azar”. Sin embargo, la mecánica cuántica implica una aleatoriedad forzosa.
Cabría preguntarse si habría creído en Dios en un mundo sin azar, lo que reduciría mucho nuestra libertad al vernos confinados en un determinismo absoluto. Einstein se mantiene en su rechazo pues, para él, el cerebro humano debe ser capaz de comprender el Universo.
Con mucha más modestia, Heisenberg le responde que la física se limita a describir las reacciones de la naturaleza en unas circunstancias dadas.
La teoría cuántica demuestra que no podemos alcanzar una comprensión total de lo que nos rodea. En compensación, nos ofrece el azar con sus frustraciones y peligros, pero también con sus beneficios.
El legendario físico es el ejemplo perfecto del ser imaginativo por excelencia. Su negación del azar, por tanto, representa una paradoja, pues es lo que hace posible la intuición, germen del proceso de creación tanto para las ciencias como para las artes.
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