Mucha gente le teme a la radiación. Piensan que es una fuerza invisible, creada por el hombre y letal, y este miedo a menudo sustenta la oposición a la energía nuclear.
De hecho, la mayor parte de la radiación es natural y la vida en la Tierra no sería posible sin ella.
En la energía nuclear y la medicina nuclear simplemente hemos aprovechado la radiación para nuestro propio uso, al igual que aprovechamos el fuego o las propiedades medicinales de las plantas, que también tienen el poder de hacer daño.
A diferencia de algunas toxinas que se encuentran en la naturaleza, los humanos hemos evolucionado para vivir expuestos a dosis bajas de radiación y solo las dosis relativamente altas son dañinas.
Una buena analogía para esto es el paracetamol: una tableta puede curar tu dolor de cabeza, pero si tomas una caja entera de golpe, puede matarte.
El Big Bang, ocurrido hace casi 14.000 millones de años, generó radiación en forma de átomos conocidos como radionúclidos primordiales (en este caso primordial hace referencia al principio de los tiempos).
Estos ahora son parte de todo en el universo. Algunos tienen vidas medias físicas muy largas.
La vida media es la medida de cuánto tarda en desintegrarse la mitad de su radiactividad: para una forma radiactiva de torio son 14.000 millones de años, para una de uranio 4.500 millones y una de potasio 1.300 millones.
Los radionucleidos primordiales siguen presentes hoyen rocas, minerales y en el suelo.
Su descomposición supone una fuente de calor en el interior de la Tierra, convirtiendo su núcleo de hierro fundido en un dínamo de convección que mantiene un campo magnético lo suficientemente fuerte como para protegernos de la radiación cósmica que, de lo contrario, eliminaría la vida en el planeta.
Sin esta radiactividad, la Tierra se habría enfriado gradualmente hasta convertirse en un globo rocoso muerto con una bola de hierro fría en el centro y la vida no existiría.
La radiación del espacio interactúa con los elementos de la atmósfera superior de la Tierra y algunos minerales de la superficie para producir nuevos radionúclidos “cosmogénicos”, que incluyen formas de hidrógeno, carbono, aluminio y otros elementos bien conocidos.
La mayoría se descompone rápidamente, a excepción de una forma radiactiva de carbono cuya vida media de 5.700 años permite a los arqueólogos utilizarla para la datación por radiocarbono.
Los radionucleidos primordiales y cosmogénicos son la fuente de la mayor parte de la radiación que nos rodea.
Las plantas absorben la radiación del suelo y esta se encuentra en alimentos como plátanos, frijoles, zanahorias, papas, maní y nueces de Brasil.
La cerveza, por ejemplo, contiene una forma radiactiva de potasio, pero solo alrededor de una décima parte de la que se encuentra en el jugo de zanahoria.
La mayor parte de los radionúclidos de los alimentos pasan por nuestro cuerpo y se eliminan, pero algunos permanecen durante un tiempo (su vida media biológica es el tiempo que tarda nuestro cuerpo en eliminarlos).
Esa misma forma radiactiva de potasio emite rayos gamma de alta energía a medida que se desintegra y escapan del cuerpo humano, asegurando que todos seamos ligeramente radiactivos.
Históricamente, no hemos sido conscientes de la presencia de radiactividad en nuestro entorno, pero nuestros cuerpos evolucionaron naturalmente para vivir con ella.
Nuestras células han desarrollado mecanismos de protección que estimulan la reparación del ADN en respuesta al daño por radiación.
La radiactividad natural fue descubierta por primera vez por el científico francés Henri Becquerel en 1896.
Los primeros materiales radiactivos artificiales fueron producidos por Marie y Pierre Curie en la década de 1930 y desde entonces se han utilizado en la ciencia, la industria, la agricultura y la medicina.
Por ejemplo, la radioterapia sigue siendo uno de los métodos más importantes para el tratamiento del cáncer.
Para aumentar la potencia de la radiación terapéutica, los investigadores actualmente están tratando de modificar las células cancerosas para que sean menos capaces de repararse a sí mismas.
Utilizamos material radiactivo tanto para el diagnóstico como para el tratamiento en “medicina nuclear”.
A los pacientes se les inyectan radionúclidos específicos según la parte del cuerpo en la que se necesite el tratamiento o el diagnóstico.
El yodo radiactivo, por ejemplo, se acumula en la glándula tiroides, mientras que el radio se acumula principalmente en los huesos.
La radiación emitida se utiliza para diagnosticar tumores cancerosos. Los radionúclidos también se utilizan para tratar el cáncer dirigiendo la radiación emitida sobre un tumor.
El radioisótopo médico más común es el 99mTc (tecnecio), que se utiliza en 30 millones de procedimientos cada año en todo el mundo.
Como muchos otros isótopos médicos, es artificial, derivado de un radionúclido padre que se crea a su vez a partir de la fisión de uranio en un reactor nuclear.
A pesar de los beneficios que nos ofrecen los reactores nucleares, las personas temen la radiación que generan, ya sea por los desechos nucleares o por accidentes como el de Chernobyl o Fukushima.
Pero muy pocas personas han muerto debido a la generación de energía nuclear o a accidentes en comparación con otras fuentes de energía primaria.
Nos preocupa que el miedo a la radiación esté perjudicando las estrategias de mitigación climática.
Por ejemplo, Alemania actualmente genera aproximadamente una cuarta parte de su electricidad a partir del carbón, pero considera que la energía nuclear es peligrosa y está cerrando las centrales nucleares restantes.
Pero los reactores modernos generan un desperdicio mínimo.
Estos desechos, junto con los desechos heredados de los reactores antiguos, pueden inmovilizarse en cemento y vidrio y eliminarse bajo tierra.
Los desechos radiactivos tampoco generan dióxido de carbono, a diferencia del carbón, el gas o el petróleo.
Ahora tenemos la comprensión para aprovechar la radiación de manera segura y usarla para nuestro beneficio y el de nuestro planeta.
Al temerle tanto y rechazar la energía nuclear como fuente de energía primaria, corremos el riesgo de depender de los combustibles fósiles durante más tiempo.
Esto, no la radiación, es lo que nos pone a nosotros y al planeta en mayor peligro.
*Bill Lee es profesor de Materiales en Ambientes Extemos de la Universidad de Bangor, Gales y Gerry Thomas es presidenta de Patología Molecular del Imperial College de Londres.Este artículo apareció en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.