Moheb CostandiMosaicScienceSeguir a @tecnoycienciaEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Lejos de estar muerto, un cuerpo en descomposición rebosa de vida. Cada vez hay más científicos que hacen del cadáver la piedra angular de un ecosistema vasto y complejo que surge poco después de la muerte y prospera y evoluciona a medida que la descomposición avanza.
La descomposición empieza unos minutos más tarde de la muerte con un proceso llamado autolisis o autodigestión. Poco después de que el corazón se pare, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a medida que los derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan en su interior. Las enzimas comienzan a digerir las membranas celulares antes de filtrarse por las células rotas.
El proceso suele empezar en el hígado, rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido en agua. Finalmente, todos los tejidos y órganos colapsan del mismo modo. Rotos los vasos sanguíneos, las células se depositan, por efecto de la gravedad, en los capilares y las venas pequeñas, decolorando la piel.
La temperatura corporal empieza a caer también hasta adaptarse al entorno. Es el momento del rigor mortis –la rigidez de la muerte–, que comienza por los párpados, la mandíbula y los músculos del cuello y sigue con el tronco y las extremidades. En un cuerpo vivo, las células musculares se contraen y se relajan gracias a la acción de dos proteínas filamentosas (la actina y la miosina), que se deslizan a la par. Tras la muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de las articulaciones.
En estas primeras fases, el ecosistema del cadáver está formado sobre todo por bacterias que viven en y del cuerpo humano vivo. La microbiota es un tema apasionante para muchos biólogos. Pero es poco lo que sabemos de estos parásitos microbianos. Y menos aun lo que sabemos de ellos cuando morimos.
La mayoría de los órganos internos están libres de microbios mientras vivimos. Poco después de la muerte, sin embargo, el sistema inmune deja de funcionar, lo que permite su expansión por todo el cuerpo. Es algo que suele empezar en las tripas, en el cruce entre los intestinos grueso y delgado –y enseguida en los tejidos vecinos–, de adentro hacia afuera. Alimentándose del coctel químico que se escapa de las células dañadas, los microbios invaden los capilares del sistema digestivo y los nódulos linfáticos, y se propagan por el hígado y el bazo antes de pasar al corazón y el cerebro.
Putrefacción
Una vez que la autolisis se inicia y las bacterias van escapando del tracto gastrointestinal, comienza la putrefacción. Es la muerte molecular, la descomposición, aun más aguda, de los tejidos blandos en gases, líquidos y sales. En realidad es algo que ya había empezado, pero es con la intervención de las bacterias anaeróbicas cuando de verdad coge impulso.
En la putrefacción, las especies bacterianas aeróbicas, que necesitan oxígeno para crecer, ceden el terreno a las anaeróbicas, que no lo necesitan. Estas comienzan a alimentarse de los tejidos corporales, fermentando los azúcares en su interior y produciendo así derivados gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoníaco, que se acumulan en el cuerpo e inflan (o “entumecen”) el abdomen y a veces otras partes del cuerpo.
De esta forma el cuerpo se decolora más. A medida que las células sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias anaeróbicas transforman las moléculas de la hemoglobina, que llevaban el oxígeno por el cuerpo, en sulfohemoglobina. La presencia de esta molécula en la sangre es lo que da al cuerpo en plena descomposición esa apariencia translúcida, olivácea, tan característica.
Con el aumento de la presión gaseosa en el interior, la superficie del cuerpo se llena de ampollas. A continuación viene la flaccidez y enseguida el desprendimiento de grandes capas de piel, que apenas se sujetan ya al armazón. Finalmente, los gases y los tejidos licuados abandonan el cuerpo, por lo común a través del ano u otros orificios, a veces por la piel desgarrada en otras zonas. Puede ocurrir que la presión sea tan grande que el abdomen se abra de golpe.
El entumecimiento sirve a menudo para indicar la transición de las primeras fases de la descomposición a las siguientes. Otro estudio reciente ha demostrado que esa transición se caracteriza por un cambio evidente en la composición bacteriana del cadáver.
Colonización
Cuando un cuerpo en descomposición comienza a purgarse queda expuesto al entorno. En esta fase, el ecosistema cadavérico es ya completamente autónomo: un nido de microbios, insectos y carroñeros.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca de la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido, dulzón, nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia según progresa la descomposición. Las moscardas detectan el olor mediante receptores especializados en sus antenas, se posan en el cadáver y ponen sus huevos en los orificios y las heridas abiertas.
Cada mosca pone unos 250 huevos que se abren en el espacio de 24 horas. Las pequeñas larvas se alimentan de la carne putrefacta y mudan en larvas más grandes, que se alimentan durante varias horas antes de volver a mudar. Tras seguir alimentándose, estas larvas, ya de mayor tamaño, se arrastran fuera del cuerpo. Entonces pupan y se transforman en moscas adultas, y el ciclo recomienza hasta que no queda con qué alimentarse.
En condiciones normales, un cuerpo en descomposición contendrá un gran número de larvas en la tercera fase. Esta “masa larval” genera mucho calor, elevando la temperatura en el interior del cadáver en más de 10 °C.
Purga
Se calcula que un cuerpo humano normal está formado por entre un 50% y un 75% de agua, y que cada kilo de masa corporal seca acaba por liberar 32 g de nitrógeno, 10 g de fósforo, 4 g de potasio y 1 g de magnesio en el suelo. En un primer momento destruye parte de la vegetación del entorno, bien por la toxicidad del nitrógeno, bien por los antibióticos que contiene el cuerpo, secretados por las larvas de los insectos mientras se alimentan de su carne. Pero, al final, la descomposición beneficia al ecosistema de los alrededores.
La biomasa microbiana dentro de la isla de descomposición cadavérica es mayor que en otras áreas cercanas. Atraídos por los nutrientes que el cuerpo va filtrando, los gusanos nematodos, vinculados a la descomposición, se hacen más abundantes, con lo que la vida vegetal es también más diversa.
Entierro
La velocidad de las reacciones químicas que intervienen en el proceso se dobla con cada aumento de 10 °C en la temperatura, de modo que un cadáver alcanzará la fase de descomposición avanzada a los 16 días de la muerte en unas condiciones de temperatura media diaria de 25 °C. Para entonces, el cuerpo habrá perdido casi toda su carne y podrá empezar la migración masiva de las larvas al exterior del esqueleto.
El embalsamiento implica el tratamiento del cuerpo con sustancias químicas que reducen la velocidad del proceso de descomposición.
En su funeraria de Texas, Holly Williams busca que la familia y los amigos puedan ver a sus seres queridos como alguna vez fueron, y no como realmente son ahora. En el caso de víctimas de muertes traumáticas y violentas, eso implica una reconstrucción facial exhaustiva.
Lleva a John (el cadáver que está tratando) a la mesa preparatoria, le quita la ropa y le coloca en posición antes de coger de un armario varias botellitas de fluido para embalsamar. El fluido contiene una mezcla de formaldehído, metanol y otros disolventes. Al enlazar las proteínas celulares y fijarlas en su lugar, conserva, durante un tiempo, los tejidos del cuerpo. El fluido elimina las bacterias e impide que rompan las proteínas y las utilicen para alimentarse.
Williams vierte el contenido de las botellas en la máquina embalsamadora. El fluido se despliega en colores que se corresponden con distintos tonos de piel. Williams limpia el cuerpo con una esponja húmeda y hace una incisión diagonal justo sobre la clavícula izquierda. “Alza” la arteria carótida y la vena subclaviana del cuello, las liga con bramante e introduce una cánula (un tubito) en la arteria y unas pinzas pequeñas en la vena para abrir los vasos sanguíneos.
A continuación enciende la máquina, que bombea fluido embalsamador en la arteria carótida y por todo el cuerpo de John. A medida que el fluido avanza, la sangre sale de la incisión, descendiendo por los bordes acanalados de la mesa de metal hasta la pila. Mientras tanto, Williams coge uno de los miembros para masajearlo con cuidado.
Una vez sustituida la sangre, introduce un aspirador en el abdomen de John y aspira los fluidos de la cavidad corporal junto con la orina y las heces que aún pudiera haber allí. Por último, cose las incisiones, limpia el cuerpo una segunda vez, le arregla las facciones y vuelve a vestirlo. John está listo para su funeral.
Los cuerpos embalsamados terminan por descomponerse. Cuándo exactamente, y en cuánto tiempo, es algo que depende de cómo se hizo el embalsamamiento, del tipo de ataúd donde descansa el cuerpo y de cómo fue enterrado. Al fin y al cabo, los cuerpos son solo formas de energía atrapadas en masas de materia a la espera de ser liberadas en el universo.
Según las leyes de la termodinámica, la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. En otras palabras: las cosas se descomponen y, en el proceso, su masa se convierte en energía. La descomposición es un final, un recordatorio morboso de que toda la materia del universo debe obedecer estas leyes fundamentales. Nos desbarata, equilibrando nuestra masa corporal con su entorno, reciclándola para que otros seres vivos puedan usarla. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo.
Este artículo se publicó por primera vez en Mosaic y se publica de nuevo aquí con una licencia de Creative Commons.