Estoy en la sesión de terapia de grupo más intensa en la que me he sentado. Es un “círculo para intercambiar experiencias” de 20 personas. Todos, excepto el consejero que dirige la sesión, son al menos cinco años más jóvenes que yo, y están aquí porque están intentando reconstruir vidas de las que han perdido el control.
Al compartir con el grupo lo peor que han hecho, esperan cambiarlo.
Una integrante del grupo, Eva*, de 19 años, está leyendo una lista de todas las veces que su comportamiento ha perjudicado a las personas que más quiere.
“Uno: hace unos meses les dije a mis padres que no los quiero”, dice con voz inexpresiva. “Les hice mucho daño al decir eso”.
“Dos: el año pasado le grité a mi novio que quería suicidarme”.
La lista sigue y sigue. Eva recita muchas cosas que cree que ha hecho mal: esconde sus sentimientos, es perfeccionista y carece de autodisciplina, dice. No se lava los dientes. No hace deporte. A veces no se ducha.
La lista sigue y sigue. Eva recita muchas cosas que cree que ha hecho mal: esconde sus sentimientos, es perfeccionista y carece de autodisciplina, dice. No se lava los dientes. No hace deporte. A veces no se ducha.
Me sorprende la honestidad de Eva y, al final de su intervención, empiezo a sentir pena por ella.
Kyra, la consejera que dirige la sesión, se dirige al círculo.
“¿Quién tiene algún comentario?”, dice. “Ethan*”.
Ethan, un joven de 17 años con jeans ajustados, se vuelve hacia Eva. Me pregunto si está a punto de ofrecerle algunas palabras de apoyo.
“Estoy tentado de decir solo algo obvio como 'Buena intervención o lo que sea”, dice Ethan, apartando su cabello del rostro. “¿Pero cuáles fueron las consecuencias de tu perfeccionismo? Es algo malo si lo llevas al extremo, pero ¿realmente hiciste eso? ¿Hizo tu vida inmanejable?”
“Creo que sí”, responde Eva con cautela. Sus pies están cruzados debajo de la silla, y ella pasea la mirada de persona en persona. Veinte pares de ojos devuelven en silencio su mirada.
Kyra mira a su alrededor, entrecierra los ojos. “¿En qué sentimientos creen que se basa eso?”, pregunta a la habitación.
Hay una pausa. Luego otro adolescente, Thomas*, rompe el silencio.
“Creo que tu perfeccionismo está relacionado con ser una víctima. No te das cuenta de que has cometido errores, por lo que en lugar de eso juegas el papel de víctima”.
Mi teléfono vibra ruidosamente. Me acuerdo que no lo he mirado en una hora y tengo que reprimir conscientemente el impulso de mirarlo. Estoy aguantando la respiración ansiosamente mientras miro a Eva.
Al principio creo que está molesta. Mi teléfono vibra de nuevo. Lo saco de mi bolsillo sin pensarlo y lo vuelvo a poner en su sitio al instante.
Pero Eva no llora. No dice nada en absoluto. La habitación la mira en silencio. Empiezo a sospechar que no está molesta en absoluto: está realmente furiosa.
Kyra se vuelve hacia el grupo.
“¿Quién siente autocompasión?”, dice.
La sala estalla en un coro de “seguro” y “absolutamente”.
“¿Quieres cambiar?” Kyra le pregunta a Eva.
“Sí, quiero cambiar”, dice Eva, con un toque de indignación en su voz.
“¿Eres consciente de que detrás de tu comportamiento lo que había era un intento de llamar la atención?”, le dice Kyra a Eva.
El silencio recorre la sala.
“Todavía no”, dice Eva en voz baja. “Pero voy a aprender”.
Hace dos horas que llegué a Yes We Can, un centro de salud mental ubicado en un largo bulevar arbolado, en una esquina tranquila de una localidad en el sur de los Países Bajos. Cuando mi taxi se acercaba a sus imponentes puertas negras, los árboles enmarcaban una gran finca con terrenos extensos y bien cuidados.Esta prístina mansión podría haber sido hecha de bloques pixelados en el videojuego Minecraft; o proporcionar el escenario para un nivel de la saga Hitman.Esta clínica es solo para personas de entre 13 y 25 años de todo el mundo que reciben tratamiento especializado en problemas de salud mental, incluida la adicción a ordenadores y teléfonos inteligentes y otros problemas de comportamiento que la comunidad médica no sabe cómo clasificar, y mucho menos tratar.Muchas de las personas que asisten dicen que son adictas a sus smartphones, redes sociales o videojuegos.Por primera vez este año, la Organización Mundial de la Salud incluyó en junio formalmente la adicción a los videojuegos en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE).
Se puede decir que el programa de tratamiento en esta clínica va más allá: coloca a los videojuegos en condiciones de igualdad con el perjuicio que causan las drogas, el alcohol y los juegos de azar, y exige que quienes completen su programa de 10 semanas se abstengan de todos por el resto de sus vidas.El debate sobre si los teléfonos inteligentes y los videojuegos son adictivos ha estado presente casi desde que existen.Es un tema que el fundador Jan Willem Poot, de 42 años, cree que está creciendo con fuerza. Fundó la clínica en 2010 para llenar lo que percibía como un hueco en el mercado y así puso en marcha un centro de salud mental holandés que ofrecía un tratamiento personalizado a los jóvenes.“Me inspiré en el eslogan de la campaña de Barack Obama”, dice sonriendo.
Es puro entusiasmo. Creo que es un fuerte contraste con la forma en que debió haber sido su vida durante su adolescencia, cuando consumía hasta ocho gramos de cocaína al día.Limpio de drogas y alcohol desde 2004, Willem fundó la clínica para ayudar a los jóvenes a superar sus problemas de salud mental. Así que fue una sorpresa para él cuando los primeros jóvenes en llegar a su clínica a menudo decían que estaban enganchados al popular videojuego Call of Duty, no a la cocaína.“Cada semana salimos a caminar por el bosque”, dice Willem con los ojos muy abiertos. “Y tuvimos varios niños que decían: 'Esto se ve exactamente como si estuviera en un juego de World of Warcraft', o Battlefield, o lo que sea. Se estaban imaginando que, detrás de cada árbol o roca, un enemigo estaba al acecho, o que detrás de cada colina venía un ejército completo”.En este retiro en medio del bosque, la primera actividad grupal del día es un curso de ruta por las copas de los árboles. Thomas, que había señalado a Eva por ser una víctima, no está exactamente disfrutando.“¡Es tan inestable!”Es el día anterior a su vigésimo cumpleaños. Lo atan a un arnés de seguridad y lo suspenden en medio de una escalera en un bosque.“No puedo hacerlo! Odio las alturas.Thomas comienza a contener las lágrimas. Está a aproximadamente a seis metros del suelo, a dos pasos de la plataforma en los árboles. No está lejos, pero no quiere cruzar.”¡Puedes hacerlo, Thomas!“, grita James, de Londres.Thomas baja por la escalera y se frota la cara. Me acerco a él. Está respirando pesadamente y sus mejillas están coloradas. Le pregunto por qué ha venido aquí.”Principalmente por una adicción al juego“, dice, jugueteando con su el arnés de escalada. ”Pero también por un trastorno alimenticio y quizás una adicción al porno también. Bueno, eso todavía está en debate“.
Thomas está en su sexta semana en la clínica. Lo más difícil que ha hecho desde que llegó es borrar sus cuentas de videojuegos.“Sudaba y lloraba al hacerlo”, dice. “A pesar de que fue un problema, todavía tengo buenos recuerdos de mi etapa jugando videojuegos y de la gente que conocí allí”.En las últimas seis semanas, Thomas ha aprendido a disfrutar de las actividades al aire libre, algo que rara vez experimentaba cuando jugaba 16 horas al día.Estoy impresionado con Thomas, que parece reflexivo, consciente de sí mismo, fuerte y vulnerable al mismo tiempo. A una edad en la que muchos otros jóvenes de 19 años se enfrentan a sus primeros años lejos de casa, bebiendo y festejando en exceso, tiene por delante un futuro que no podía imaginar hace un año.Me maravillo cuando Thomas toma el micrófono y realiza una interpretación perfecta deRap God por Eminem: un rap de seis minutos y 1.500 palabras que presenta algunos de los versos más rápidos del rapero.Los otros niños lo animan todo el tiempo.
Hay algo sobre el karaoke que me parece extraño por razones que no entiendo de inmediato.Entonces me doy cuenta de que es obvio: este es un grupo de adolescentes y veinteañeros que están completamente sobrios, cantando en una tienda de campaña a plena luz del día. En este momento, parecen más jóvenes de la edad que tienen.Como jóvenes de familias ricas que pueden pagar un tratamiento privado, quienes llegan becados desde el exterior son en cierto modo afortunados. Las personas de entornos desfavorecidos enfrentan un mayor riesgo de desarrollar problemas de salud mental y tiene muchas menos opciones de obtener tratamiento.El precio ronda los 64.000 dólares.Hay una creciente evidencia de que los jóvenes de todos los orígenes en Occidente se enfrentan a una crisis de salud mental.En los últimos años ha habido un fuerte aumento en los trastornos de ansiedad y depresión.Una investigación del Instituto de Políticas de Educación, de Londres, sugiere que la cantidad de consultas a servicios de salud mental para niños y adolescentes en Reino Unido ha aumentado en un 26% en los últimos cinco años.
Jean Twenge sospecha que puede haber un denominador común. En su libro iGen, la profesora de psicología argumenta que los comportamientos y estados emocionales de los adolescentes experimentaron un cambio dramático después de 2012.Ese año, escribió, también fue exactamente el momento en que la proporción de estadounidenses que poseían un teléfono inteligente superó el 50%.Los jóvenes están “al borde de la peor crisis de salud mental en décadas”, escribió, “[y] gran parte de este deterioro puede atribuirse a sus teléfonos”.Twenge encontró una correlación entre el aumento en el uso de smartphones y el aumento de la depresión y la soledad entre los jóvenes.
También explica que después de 2007, el año en que se lanzó el iPhone, los jóvenes estadounidenses experimentaron una caída en la socialización, en las citas y en el sexo.Los adolescentes tienen más tiempo libre que nunca, escribió. “Entonces, ¿qué están haciendo con todo ese tiempo? Están mirando sus teléfonos, en su habitación, solos y a menudo angustiados”.
Sin embargo, no todos están de acuerdo. El doctor Pete Etchells, profesor de psicología en la Universidad de Spa, en Bath, Reino Unido, sostiene que el libro de Jean Twenge muestra un vínculo entre los teléfonos inteligentes y la depresión, pero no que uno cause lo otro.
Advierte que corremos el riesgo de medicalizar comportamientos que no están reconocidos como problemas de salud mental.
¿Sobrediagnosticando?
La investigación sobre la adicción al ordenador o smartphone, a las redes sociales y el desorden causado por los videojuegos todavía están en fases preliminares de estudio.“En el caso del consumo de cocaína o de heroína vemos claramente cuáles son los daños que causan”, dice.“Sin embargo, la investigación sobre la adicción a los videojuegos no hace un buen trabajo al distinguir entre las personas que están muy involucradas, pero no sufren ningún problema, y las personas para las que se convierte en algo problemático”.
Me pregunto si el doctor Etchells tiene razón. Quizás exista un riesgo de sobrediagnóstico. En esta visita he conocido a muchos jóvenes con distintos problemas graves. ¿Están 'lo suficientemente enfermos'? Y de todas formas, ¿cómo sabes si alguien esta “suficientemente enfermo'?Y luego me siento para entrevistar a Ethan, que lleva en la clínica casi 10 semanas. Es amigable y carismático, totalmente diferente, dice, a la persona que era cuando llegó.”Me daba miedo todo el mundo“, asegura.Ethan me habla con la honestidad característica de todos los que conozco allí. Me cuenta que es lo que hacía en su día a día antes de llegar a este clínica.”Me despertaba a las seis de la tarde“, dice. ”Solía permanecer despierto durante la noche. Es más cómodo. Menos gente alrededor. Cuando mis padres estaban durmiendo, bajaba las escaleras y comía algo“.¿Qué pasaba cuando tus padres te descubrían?, pregunto.”Muy simple“, dice. ”Los ignoraba“.
Trauma infantil serio
Mi teléfono vibra de nuevo. Siento como me llegan una avalancha de mensajes de WhatsApp. Por un momento estoy totalmente distraído. Conscientemente reenfoco mi atención en Ethan.Ethan pasaba mucho tiempo llorando en su habitación. Tenía ataques de pánico. Se autolesionaba. Se drogaba con “cualquier cosa que me cayera entre las manos”, y jugaba videojuegos durante toda la noche. A los 15 años, abandonó la escuela.“Pensé que estaba jodido de por vida”, dice.Al principio, el comportamiento de Ethan ni siquiera tenía sentido para él. Sus padres eran cariñosos, dice, pero no sabían qué hacer con él.Más tarde, se descubrió que Ethan había estado ocultando algo a todos: había experimentado un trauma infantil serio.
La entrevista ha terminado. Ethan sale de la habitación. Se me ocurre que aunque las personas que he conocido han sido excepcionalmente abiertas acerca de su comportamiento, hasta mi encuentro con Ethan no sabía mucho sobre sus antecedentes.Jan Willem entra con su teléfono en la mano. Reviso mi propio teléfono y siento una mezcla de decepción y vergüenza cuando veo la pantalla en blanco. Me había imaginado las vibraciones. Soy un millennial engañado sin amigos.¿Da placer recibir una notificación en el celular?, pregunto. Jan Willem sonríe.“¡Sí! Claro”, dice.¿Es una señal de adicción? ¿Cómo proteges a los niños de eso?, pregunto.“A veces aconsejamos que los niños dejen las redes sociales”, dice Jan Willem. “Pero nunca aconsejamos una abstinencia total de ellas”.
WhatsApp y redes sociales
“Porque ahí afuera, en el mundo, necesitarán sus teléfonos y sus laptops. Tengo una cuenta de Facebook y una cuenta de LinkedIn que utilizo principalmente para mi negocio. Y es cierto que soy un adicto. Pero también es cierto que necesito usarlos”.Tengo mi propio teléfono en la mano porque estoy usando la grabadora que viene incorporada para registrar la conversación. La pantalla se ilumina. Es una notificación y soy consciente de que me urge mucho abrirla.¿Eso me hace un adicto? ¿Estoy enganchado a WhatsApp? Si no iba a trabajar, ¿podría pasar varias horas enviando selfies en Snapchat? ¿Y podría transferir eso a los juegos, al alcohol, a las drogas?Miro a Jan Willem e intento imaginar una vida en la que estoy consumiendo ocho gramos de cocaína por día.
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