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Un hombre le pide matrimonio a una mujer en Berlín, muy cerca del Reichstag. Ella siente ganas de abofetearlo en ese momento. Son los años 40 del siglo XX y esta no es una romántica escena de amor. La protagonista, piloto de aviación para el Ejército Rojo, acababa de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y, frente a aquella declaración de amor, quiere gritarle a su novio: «Primero haz que me sienta como una mujer: regálame flores, cortéjame, dime palabras bonitas. ¡Lo necesito!». Esa piloto había visto la muerte y la destrucción de cerca durante tres años. En ese tiempo tampoco menstruó, según le cuenta a Svetlana Alexiévich (ganadora del Nobel de Literatura en el 2015) en “La guerra no tiene rostro de mujer”.
Frente al panorama de una ciudad devastada y un cuerpo marchito de manera prematura, ella no tenía ninguna apetencia sentimental. Había escapado con vida de la tragedia, pero quería que su novio le regalara flores y no se trataba de un capricho. Tal vez ella sí entendiera la función real de aquellos chocolates y peluches que hoy nos parecen cursis y por debajo de nuestras aspiraciones empoderadas y feministas, pero que aún conservamos (una pequeña encuesta de OLX Perú indica que la mitad de los peruanos guardan los regalos de San Valentín aunque no les hayan gustado).
¿De qué sirven las palabras bonitas si se las lleva el viento? ¿Para qué queremos un ramo de flores que en tres días va a marchitarse? ¿Era demasiado pedir, una propuesta romántica de matrimonio para una oficial del ejército? Aquella oficial -y los cientos de mujeres que pueblan el libro de Alexiévich- tienen algo en común con la más inocente de las adolescentes que hoy celebran San Valentín y que jamás han padecido ninguna tragedia: Anhelan un halago, un gesto, un peluche que les haga sentir el mismo vértigo que buscan los aficionados a las montañas rusas y al vuelo en parapente. Esa borrachera agradable que en inglés a veces se llama infatuation y que unas flores, un regalo, una escapada romántica tan bien saben simbolizar. El amor, como toda emoción, habita en nuestra intrincada electroquímica cerebral y necesita símbolos para hacerse visible e incluso comprensible. (function(d, s, id) { var js, fjs = d.getElementsByTagName(s)[0]; if (d.getElementById(id)) return; js = d.createElement(s); js.id = id; js.src = “//connect.facebook.net/en_US/sdk.js#xfbml=1&version=v2.4&appId=465882020151522”; fjs.parentNode.insertBefore(js, fjs);}(document, 'script', 'facebook-jssdk'));VIŸ