Con sus dientes de conejo, su raya al costado y sus piernas de basquetbolista, el niño llegó un día al colegio La Salle, en Cochambamba, buscó su salón, abrió su cartapacio y escuchó con atención lo que iba a decir el hermano Justiniano, uno de sus profesores en los cuatro años que estudió allí (1941-1944). Como para cualquier niño de 5 años que ingresa a la primaria, su nueva escuela era el mundo, descubrimiento: un edificio alto, con la insignia justo en el frontis donde convergen las calles Junín y Mayor Rocha, el nombre con letras de bronce y dos árboles que llegan hasta el segundo piso, cuya edad debe coincidir con el año de fundación, 1925.
Por esa puerta de fierro que se ve en las fotos de Google Street View, el niño entró al colegio para descubrir que el mundo excedía las fronteras de la casa Llosa en Bolivia, el refugio tras la separación de sus padres. Hasta allí no llegaba el señor Vargas, “Ese señor que era mi papá” (El Pez en el Agua, Seix Barral).
Allí, el niño Mario Vargas Llosa conoció gracias al hermano Justiniano sobre un personaje que sería su amigo de aventuras en la soledad de ser hijo único: el escritor Julio Verne. El autor de Viaje al Centro de la Tierra falleció un día como hoy.
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En agosto de 2011, el periodista Jorge Malpartida Tabuchi, silencioso compañero en el Decano, publicó “Tras los pasos de MVLL en Cochabamba”, en su blog Las Cosas Pasan. Arequipeño como el Nobel, Tabuchi fue hasta Bolivia con el único fin de encontrar la casa donde el hijo de Dora Llosa Ureta y Ernesto Vargas Maldonado pasó los primeros años de su infancia.
Y la encontró.
Luego escribió: “Calle Ladislao Cabrera 168. Centro de Cochabamba. Siete y uno de la noche de un miércoles de abril. El portón de madera de la casona se abre luego de que el muchacho tocó el timbre por tercera vez en la semana. Una señora con cabello corto aparece al otro lado del umbral”.
Detrás de esa casa de paredes celestes, Mario Vargas Llosa conoció a Julio Verne. Supo cómo pensaba y, lo más importante para el futuro novelista, cómo soñaba.
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Julio Verne nació en Nantes, en el norte de Francia, el 8 de febrero de 1823. Murió un día como hoy, en 1905. Para entonces, su legado era fabuloso se multiplicaba por miles de traducciones, ediciones, versiones: “Cinco semanas en globo” (1863), “De la Tierra a la Luna” (1865), “Veinte mil leguas de viaje submarino” (1870), La vuelta al mundo en ochenta días" (1872) o “La isla misteriosa” (1874), entre muchas otras.
Su imaginación a prueba del tiempo, su fascinación por interpretar el futuro de la humanidad y esa narrativa que no conocía fronteras geográficas, lo ubican hasta hoy como uno de los escritores más fascinantes de la ciencia ficción. Acaso sino, su padre.
El 8 de febrero del 2011, incluso, fue el rostro del primer pantallazo que uno busca en Internet: Google se esmeró para desarrollar un nuevo ‘doodle’ con el cual celebra el natalicio del genio francés y su legado de historias de aventuras.
Un año antes, Mario Vargas Llosa había dicho esto de la obra de Verne, en Estocolmo, durante el discurso del Nobel: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas...".
Julio Verne, 115 años después de su muerte. Su apellido era una forma de decir National Geografic, antes de National Geografic. Léelo, hoy que tienes tiempo.