IÑIGO MANEIRO
Estamos rodeados de dunas y desierto. De arena blanquísima que refleja el radiante sol, bajo un cielo azul que llena de optimismo y esperanza. Al frente, el río Nasca, que gran parte del año se mantiene seco, llena de vida el valle y, más al fondo, se observan las enormes pampas sobre las que los nascas diseñaron sus líneas mágicas. En medio de ese desierto, cubierto de las cicatrices que han dejado los huaqueros, emerge una gigantesca pirámide de adobe rodeada de plazas, muros, escaleras y habitaciones. Es el templo escalonado más grande de la costa del Perú. Cerca de 30 años de excavaciones e investigaciones por parte de la misión italiana, dirigida por el arqueólogo Giuseppe Oreficci, han permitido sacar a la luz lo que fue el epicentro de la cultura nasca: Cahuachi.
Se encuentra ubicado en un conjunto mucho mayor, 24 km² de una ciudad que sucesivamente y de manera ritual, fue tapada por los nascas con arena y barro, de esa manera cortaban con el pasado sin destruirlo. En ella, los arqueólogos han conseguido resucitar una de las 32 pirámides que forman el conjunto y que llega hasta el centro ceremonial Estaquería, dilapidado, en este caso, por una destilería de pisco que usó sus huarangos milenarios como combustible para sus fogones.
AGUA Y TESOROS Cahuachi se encuentra a unos 20 minutos de Nasca. Entre el 450 a.C. y el 450 d.C. fue el gran centro cultural, en el que se realizaban ceremonias, ritos y transacciones comerciales. Se sabe que su ámbito de influencia llegaba a Huánuco, Huancayo, Ayacucho, Pachacámac y Acarí. Desde él salían los creadores de los geoglifos, esos sistemas complejos que tenían que ver con calendarios agrícolas y con lugares de devoción y ritos a las diferentes deidades que formaban el panteón de este pueblo del desierto.
Los arqueólogos hablan de decenas de pirámides, de hasta 150 metros de largo, que siguen ocultas bajo la arena. En ellas, y en los valles, vivían miles de personas que dependían del mar, de los ocasionales ríos, de las partes altas de Pampa Galeras, de las enormes y largas canalizaciones de agua potable, más, mucho más agua que la que tiene hoy Nasca, porque supieron integrar su cultura, su gente y su paisaje para, en palabras de Oreficci, vivir bien.
Durante varios años he acudido siempre y he comprobado cómo, a paso de hormiga, contra viento y tempestades, contra la falta absoluta de apoyo, ese grupo de arqueólogos junto a estudiantes y obreros, han ido venciendo al desierto para hacer de Cahuachi una visita obligada. En ese tiempo de investigación, han abierto tumbas donde han encontrado cuerpos de hombres, mujeres y niños ataviados con tejidos y adornos de oro y plata, cerámicas y utensilios que los huaqueros han olvidado en su afán destructor. Gran parte de ellos se exhibe en el Museo Antonini que se encuentra en el centro de Nasca.
Seguimos pensando que Nasca no es solo sus líneas y avionetas. Nasca es mucho más, no hay más que asomarse por Cahuachi y sus desiertos, y contemplar lo que esta cultura, a lo largo de mil años, fue capaz de hacer.
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