Aparentemente, cuando Kenji Fujimori describió la habitación de su padre, buscaba sensibilizar a los peruanos: “Su cuarto tiene una cama, dos sillas, un estante para sus libros, un clóset y servicios higiénicos, por lo que no se puede hablar de una cárcel dorada”. El hijo del ex presidente, probablemente pensando en ganar simpatías por el indulto, quería que la opinión pública sintiera que su padre vive en una prisión frugal.
El problema de estas declaraciones, sin embargo, fue la incapacidad de su autor de ubicarlas en perspectiva. La prensa demostró rápidamente que el ex presidente vive en unos ambientes inconmensurablemente más amplios y confortables que los del resto de nuestros presos sentenciados por delitos similares a los suyos (incluidos los de corrupción) y que, incluso, millones de peruanos que no están en prisión. El tiro de Kenji Fujimori, pues, salió por la culata.
Por otro lado, incluso si Fujimori estuviera encarcelado bajo las mismas durísimas condiciones que soporta la mayoría de presos en el Perú, esa no debería ser razón para su indulto. Como este Diario ha sostenido varias veces ya, el indulto solo procedería sobre bases humanitarias objetivamente comprobadas (las mismas que al día de hoy no han sido demostradas) y siempre que se indultase también al resto de reos en la misma condición.
Esta sería la única forma coherente de aplicar en un Estado de derecho como el nuestro una institución que es un rezago monárquico; el equivalente político del apéndice, una parte del cuerpo social vuelta inútil –y un eventual peligro– por la evolución. Y es que ahí donde todos los que están en las mismas condiciones deben ser tratados igual no cabe otorgar poderes discrecionales al presidente para hacer diferencias. En las democracias, en fin, solo cabe un rey: la ley.